domingo, 27 de enero de 2019

Heráclito ha fagocitado a Parménides en su fluir




 
Cronología invertida de olas en el tómbolo: historia y trama de la realidad


                     Para todos aquellos que, con vocación de ola, se aferran al ser


El único movimiento con sentido es el de los cangilones que abrevan duración, circularmente, para alimentar el fluir superior preñado de raíz. Y su volver a volver de afirmación en el presente perenne. Ese tiempo que viene para ser plétora sin prisa en el irse: gerundio infinitivo con corazón de participio agente.

Porque hay una generación refractaria a la historia, con vocación aséptica de futuro continuo, de puntillas sobre su presente, toda alas, incómoda con la tierra de la raíz que ensucia y lastra la construcción compulsiva, la creatividad, el talento puro de motor inmóvil que mueve su alrededor y le pone precio. “¿Para qué sirve conocer la historia de algo si lo importante es ese algo y lo que pueda hacer el joven talento en ese cericentrismo creativo adánico?” La esperanza y la experiencia son dos percepciones renovadas: su significado ha sido colonizado, obsoleto, por las luces "leds" de la innovolatría. Se buscan experiencias de futuro, expectativas satisfactorias que sacien la sed sin espera de ser con un estar adelantado al instante. Cultivar la esperanza en un huerto desahuciado por la prisa no es negocio para quienes siempre estiran más el brazo que la manga, tantálicos. Ni en pesadillas psicodélicas se acuerdan de Sísifo, que ha sido desterrado de las pantallas de los sueños vividos.

El claustroágora del universo es un “locus amoenus” de croma, customizado, con jardineros que ponen puertas al campo y lo hacen centro comercial. Un centro de centros sin alrededor, ensimismados en la enajenación feliz del no lugar ubicuo y de sinestesia dulzona. La sensación de ser personas es el simulacro mejor conseguido desde la percepción umbilical del onanismo inducido: en realidad son individuos tratados como clientes con un filtro de vendedor a domicilio que sabe camelarte como la zorra al cuervo en la fábula de Esopo. Porque todo habita el espejismo de la gratuidad y la necesidad. Y la libertad ha secuestrado a la libertad y le obliga a comprar libertad en el paraíso terrenal de la mercadocracia. Los condenados a galeras sí que eran esclavos: los consumidores no, son personas libres que libremente eligen esa condena a crecer sobre los desechos de su crecimiento. Así, altos, sobre su propia mierda, pueden, como el viajero sobre el mar de nubes romántico, contemplar el panorama sublime del progreso “experience”, entre bostezos líricos.

La neurobiología hablará y propondrá las nuevas eficiencias sinápticas del nuevo cerebro de los nuevos especímenes sin herencia. Una nueva cultura sin cultura, con todo siempre por estrenar, con las subcontratas invisibles necesarias para la asistencia del talento. Invisibles por visibles, como prótesis transparentes en un mundo de operaciones transparentemente hipócritas de buenismo con “smails” como antídoto contra el posible trauma. Subcontratas que diluyen la responsabilidad  hasta hacer intrazable el rastro de las evidencias, visible solo a “big eye” algorítmico (ese que sitia la felicidad y pone nombre de persona al cliente consumido como consumidor). La alegría de saber no será el destello de la conexión entre conocimientos significativos plantados en la memoria. El alzhéimer impuesto por la prisa de los valores añadidos como faralaes al desnudo esencial funda una nueva cultura  extrahumana, pericerebral, circunhumana, emocionovirtual: la tragedia de las nubes, la necesidad contingente  de sus contenidos, la aleatoriedad de las coyunturas algorítmicas son las nuevas trama del destino de los nuevos Edipos de chichinabo.

         No hay salto generacional: construimos un abismo disfrazado de competencias, una zanja que no es trinchera, que es suicidio de padres militantes del parricidio que borran todo rastro de ley para que los hijos la hagan a su medida sin referencia. Sobre ese magma crecen en autonomía protésica ante el Caballo de Troya de la pantalla. Es el autodidactismo que pide la innovolatría, a demanda del infantilismo endémico de la impaciencia primaria eterna. Un desmadre y un despadre que abortan una infancia prorrogada, agónicamente feliz, peterpanizada en un exilio vacío de raíz y huérfano de nostalgia. Gamificada la responsabilidad (no ludificada, que el latín pone cadenas de memoria al fagocifuturo) las apuestas y los juegos son metonimia del seguro azar de Salinas que asegura el riesgo que compensa la rutina. La infancia como patria es ya un negocio para toda la vida. Asidos al humo proyectado, ciframos en experiencias presentes el vértigo de la incógnita de tanta mediocridad talentosa. Lo excepcional es el anzuelo del progreso: una trampa sistémica que alimenta lo mismo que castra, haciendo responsable a la persona de lo que no consigue como individuo y vendiéndole los lenitivos  para su fracaso en subcontratas o en pedagogías de la superación envenenadas de éxito. Siglos de conocimiento son negados por un constructivismo de opereta bufa. Si ese milagro no es posible, el responsable de no haber sabido dinamizar la epifanía es el profesor desmotivante, castrador de descubrimientos de vía iluminativa sin purgación, en plena unión pansciente global. Así, “youtubers”, “instagramers”, operaciones triunfo “mediatiquizadas” o cualquier cantamañanas  “gottalentoso” tiene voz acunada por los “coachs” de la teleirrealidad verosimilizada. Ante una genialidad como la de cien mil millones de poemas de Raymond Queneau (1961, en el contexto creado por el taller de literatura potencial del grupo Oulipo) o la aplicación n de Jorge Drexler (2012) hay un encandilamiento por el destello que quema su raíz y queda en brillo de triunfo sin fuego de constancia, como talento de rayo sin tormenta.

La distopía presente es la peor por falta de perspectiva. La literatura  (hay que buscarle utilidad para que no muera) nos puede dar la que necesitamos para vivir en una felicidad razonable, razonada y crítica. Leer Crímenes del futuro de Juan Soto Ivars o Fackbook. El libro de los hechos de Diego Sánchez Aguilar es un ejercicio necesario para que el Show de Truman o el de Julen (Alicia “redoaled”) no adocenen nuestra capacidad de rebeldía humana fértil. Hacer y decir son complementarios, pero no excluyentes: en Facebook exhibimos al decir y mostrar; en Fackbook ciframos la acción para intervenir en un mundo socialmente pervertido. Vivimos en la posada aislada de Procusto y nos creemos habitantes de la Quinta Avenida de New York.

“Carpe diem” con hipoteca de futuro, liberado de lastre de la memoria. El lenguaje como sumidero palabras, alimentado de retórica hueca, de trampantojos léxicos y logomaquias,  de tautologías de la sorpresa y la novedad. Es el triunfo de la taumaturgia virtual de los algoritmos de la comunicación. Se impone una oralidad sin alfabeto para no entendernos: que es como decir que cada uno entiende lo que quiere y que el progreso es de quienes orquestan esa incomunicación feliz.

Todo cambia dentro de un movimiento imposible: todo se mueve preñado de duraciones que fertilizan el flujo, recorrido por las zancadas de Aquiles entre los infinitos puntos de la carrera. Ser para dejar de ser. Dejar de ser para ser. Seguir siendo mientras se cambia en una crisis que abona el crecimiento centrífugo y centrípeto que configura nuestra identidad. Arder en el fuego frío de la hoguera alimentada con leña del árbol de la vida y del árbol de la ciencia.

En la empatía del pensamiento plano (pero con mucho color y movimiento) cultivamos un conformismo rebelde sin cuestionamiento crítico del marco heredado porque quienes diseñan su actualización, titiriteros y tramoyistas de la felicidad, también han pensado en las batallas que pueden perder para ganar.

Silencio y sueño. Estuario del duermevela fértil. Sorpresa de la calma, de la tregua sin tiempo. Mientras, el “wiffi” es como el aire y la prótesis del “smartphone” nos sitúa en un mundo ajeno cada vez más nuestro, que nos aloja y nos aleja.







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