lunes, 1 de julio de 2019

La vida secreta de las palabras: Palabras de plástico


 
La consciencia ecológica sería un paso de progreso si no tuviera más de reclamo publicitario que de compromiso. El anuncio de Damm es muy bello. "Alma I" viene con la intención de eliminar las anillas de plástico de sus latas, además. Las palabras sintonizan con un "buenrrollismo" que solo será valido mientras cotice en bolsa.

Psicología positiva desde el perfil tópico del filósofo. Maraña léxica generada por la aplicación que, fácil, nos hace felices.




Para Marta Gutiérrez Moya, por su compromiso humano.




MIRANDA-. O wonder!
How many goodly creatures are there here!
How beauteous mankind is! O brave new worl,
That has such people in’t.

PROSPERO-. ‘’Tis new to thee.”

    SHAKESPEARE, The Tempest, acto V, escena 1





         Hay una ecología de la que no se habla porque contamina con las palabras. Palabras como plástico en un mar de comunicación. Palabra-matrioska con su centro vacío: deflación del significado por inflación del significante. Cáscaras al pairo de su valor: continentes con rumbos de precio sin sospechar su destino de pecio semántico.

         Sobrepalabrerío de la sobrecomunicación sin demiurgia fértil. No se hace la luz ni cobra vida ningún Gólem. En la felicidad aséptica (de pasión mediatizada) la palabra abre un canal y la realidad va por otro. Y las palabras crean realidades virtuales y logomaquias. Y la realidad real, intacta, respira y vive ajena a la hipocresía. Lo que se dice y lo que se hace responde a una esquizofrenia sistémica y a independencias dependientes del mercado en el que cotizan. La retórica vacía es humo buenista y las acciones optimizan los recursos para alcanzar los objetivos, que nada tienen que ver con las palabras. O se hipercomunica tanto (un “se” de impersonal refleja en el que nos reconocemos todos como sujeto) que la palabra acaba poniéndonos las gafas para ver la realidad: entonces los matices crean matices y el boca oreja crece en progresión geométrica en juego de espejos digitales que son trampantojos. Pero hay una anorexia en la concepción de la percepción del mundo en sus pantallas negras. El trampantojo del espacio digital es más de palabras de lo que parece. Las imágenes, fijas o en movimiento aceleran la visión, pero las hacemos nuestras y las palabrizamos en pensamiento que hacemos viral. Teniéndolo todo tan  a dedo se nos va de las manos el universo, se hace evanescencia léxica y consumo concreto.

         Desfondados. No, que el fondo es la forma ya: no hay fondo, nuestra realidad es insondable y abisal. Pero ese infinito tiene una superficie táctil, una “interface” de ilusión óptica que concreta en simulación una realidad menos real que la digital de quinta generación.

         La palabra se hace una madeja sin Ariadna, un ovillo sin literatura en un laberinto con Minotauro hecho videojuego, realidad aumentada, realidad mejorada, mentira 3D inmersiva. Palabra sin raíz, sin etimología, falsamente trasversal, manipuladoramente horizontal. El nuevo salvaje habita en una selva de dígitos y no en el bosque símbolos de Baudelaire. La hipnopedia opera desde la vigilia y es droga legal y administrada por los centros docentes.  Y la libérrima nueva libertad poco tiene que ver con la del lema revolucionario francés (aunque desciende de sus consecuencias): esta libertad que nos venden delega la responsabilidad de quienes la controlan en quienes la pueden ejercer, esclavos de esa libertad. No es libertad: es neolibrealbedrío en las fauces amébicas de un dios postnietzscheano resucitado y volátil (con cuenta concreta en un paraíso fiscal).

         La sociedad global (con sus miserias locales) es un claustro convertido en patio de vecinos. La cháchara llena de ínfulas, la locuacidad de retórica hueca apuntalada con muletillas y trufada de palabras baúl y tópicos es establecida por los canecillos hieráticos. Hablan por no callar, para combatir el “horror vacui”: el vacío acaba llenándose de vacío léxico saturado de mantras en cápsulas.
         Pantallas de vigilancia en el nuevo mundo que, paradójicamente, sí es un mundo feliz. Tan feliz que cada persona se hace individuo y compra su propia cárcel abierta a un mundo sin límites. Y se preocupa de actualizar al segundo su estado, de conseguir el último terminal, de mantenerlo cargado para ser controlado desde la pantalla en la que ve mientras es visto. Machado nos lo advirtió: Juan de Mairena para los excesos verbales; sus proverbios y cantares para la evidencia ciega (“El ojo que ves no es / ojo porque tú lo veas / es ojo porque te ve”). Orwell y Huxley “reloaded”: la distopía hecha futuro que es presente. Y la palabra como camarera de la imagen y la imagen como eficiente eslogan del poder atomizado (un ramo gaseoso empuñado por los que ambientan de pseudolibertad la libertad).

         Para entendernos tendremos que volver a consensuar la definición de “ser humano” (en sus dos interpretaciones: como verbo predicado y como sustantivo adjetivado). Porque no es lo mismo ser humano ahora que hace medio siglo. También la palabra ha cambiado: de vínculo y compromiso ha pasado a ser entretenimiento para conseguir, por otros medios, prebendas facilitadoras de la nueva felicidad. También tenemos que negociar la definición de “felicidad” o “conocimiento”. Y quien gestione la discusión para llegar a la intersección no ha de ser un lingüista ni un filósofo. La nueva clave de bóveda de la humanidad está en manos de los “coach”, las nuevas sirenas, o centauros o quimeras, de la modernidad gaseosa. De su interpretación de la lengua nace la posibilidad de acción, por encima de la realidad. Porque es la palabra la que genera realidad. De la ficción realista de la picaresca del siglo XVI a la demiurgia de la eficiencia por el autoconocimiento que provoca, desde la imaginación, realidad. Las emociones (miedo, rabia, alegría, amor, asco, tristeza) se deben trenzar con los sentimientos (esos estados híbridos entre lo sentido y lo pensado). Y cada persona debe controlar sus fortalezas y sus debilidades para, evitando siempre lo negativo, somatizar la actitud ante la vida, con la respiración como válvula de control. No hay problemas: son oportunidades de crecimiento. Hay que focalizar el cambio, apuntar siempre qué hacer y nunca el dejar de hacer. Vemos en los demás lo que ya conocemos (o debiéramos conocer) en nosotros. La inteligencia emocional nos da herramientas actitudinales (competencias, destrezas, habilidades, talentos…): “soft skills” o “hard skills”. Palabras. Pero palabras que no pueden ser etiquetas porque determinan comportamientos, estigmatizan, cuelgan el sambenito. El amor infinito, en sus infinitas manifestaciones, es la solución. “Omnia vincit amor”, pero en formato telepredicador o misa evangelista o “ted talks” o tutorial. Palabras.

         Algoritmos. La “profesionalización” del “acompañamiento” empático, asertivo y dialogado. El paroxismo logopráctico, la lexicalización de la eficiencia “ad talentum”, la cuadriculación emocional de la pedagogía en logopedagogía, la poliedria inabarcable de las relaciones interpersonales está pidiendo hacer un Wittgenstein (de la primera época): en su filosofía del lenguaje en el Tractatus Logico-Philosophicus (1921) concluye diciendo que sobre aquello que no se puede hablar es mejor callar. Lo contrario que propone como terapia social la programación neurolingüística con su cosmética aparentemente científica de la palabra, en tiempos de hologramas, de dispersión de los criterios, de hiperrelativismo moral y de falsa autonomía (porque la autolegislación nos lleva a una anarquía irresponsable de ombligos sedientos de yo). Palabras maquilladas por quienes venden un futuro incierto, de profesiones que todavía no se han inventado, de perfiles personales por diseñar, pero que hacen del humo un producto final que los desorientados ciudadanos del futuro puede comprar ya en forma de cápsulas en cómodas dosis.

         Próspero es un duque obligado a ejercer de mago en una isla a la que llega tras un naufragio. Miranda en su hija. La belleza humana del nuevo mundo al que llegan está mediatizada por la magia, como en este mundo feliz lo está por las palabras de plástico que modelan unos perfiles requeridos por la industria global que es ya el mundo. Próspero controla a Calibán y a Ariel con su palabra. Eso hacer perder de vista el problema real: que ha sido desterrado. Cuando recupera su poder, abandona los libros y la magia. Cuando el mundo responda a los intereses comerciales a los que todos estamos contribuyendo con nuestro silencio, la palabra, tan útil ahora, pasará a mejor vida, después de su arrinconamiento universal en inglés políglota.





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