Psicología positiva desde el perfil tópico del filósofo. Maraña léxica generada por la aplicación que, fácil, nos hace felices. |
Para Marta Gutiérrez Moya, por su
compromiso humano.
“MIRANDA-. O wonder!
How many goodly creatures are there here!
How beauteous mankind is! O brave new worl,
That has such people in’t.
PROSPERO-. ‘’Tis new to thee.”
SHAKESPEARE, The
Tempest, acto V, escena 1
Hay una ecología de la que no se
habla porque contamina con las palabras. Palabras como plástico en un mar de
comunicación. Palabra-matrioska con su centro vacío: deflación del significado
por inflación del significante. Cáscaras al pairo de su valor: continentes con
rumbos de precio sin sospechar su destino de pecio semántico.
Sobrepalabrerío
de la sobrecomunicación sin demiurgia fértil. No se hace la luz ni cobra vida
ningún Gólem. En la felicidad aséptica (de pasión mediatizada) la palabra abre
un canal y la realidad va por otro. Y las palabras crean realidades virtuales y
logomaquias. Y la realidad real, intacta, respira y vive ajena a la hipocresía.
Lo que se dice y lo que se hace responde a una esquizofrenia sistémica y a
independencias dependientes del mercado en el que cotizan. La retórica vacía es
humo buenista y las acciones optimizan los recursos para alcanzar los
objetivos, que nada tienen que ver con las palabras. O se hipercomunica tanto
(un “se” de impersonal refleja en el que nos reconocemos todos como sujeto) que
la palabra acaba poniéndonos las gafas para ver la realidad: entonces los
matices crean matices y el boca oreja crece en progresión geométrica en juego de
espejos digitales que son trampantojos. Pero hay una anorexia en la concepción
de la percepción del mundo en sus pantallas negras. El trampantojo del espacio
digital es más de palabras de lo que parece. Las imágenes, fijas o en
movimiento aceleran la visión, pero las hacemos nuestras y las palabrizamos en
pensamiento que hacemos viral. Teniéndolo todo tan a dedo se nos va de las manos el universo, se
hace evanescencia léxica y consumo concreto.
Desfondados.
No, que el fondo es la forma ya: no hay fondo, nuestra realidad es insondable y
abisal. Pero ese infinito tiene una superficie táctil, una “interface” de ilusión óptica que
concreta en simulación una realidad menos real que la digital de quinta
generación.
La
palabra se hace una madeja sin Ariadna, un ovillo sin literatura en un
laberinto con Minotauro hecho videojuego, realidad aumentada, realidad
mejorada, mentira 3D inmersiva. Palabra sin raíz, sin etimología, falsamente
trasversal, manipuladoramente horizontal. El nuevo salvaje habita en una selva de
dígitos y no en el bosque símbolos de Baudelaire. La hipnopedia opera desde la
vigilia y es droga legal y administrada por los centros docentes. Y la libérrima nueva libertad poco tiene que
ver con la del lema revolucionario francés (aunque desciende de sus
consecuencias): esta libertad que nos venden delega la responsabilidad de
quienes la controlan en quienes la pueden ejercer, esclavos de esa libertad. No
es libertad: es neolibrealbedrío en
las fauces amébicas de un dios postnietzscheano resucitado y volátil (con
cuenta concreta en un paraíso fiscal).
La
sociedad global (con sus miserias locales) es un claustro convertido en patio
de vecinos. La cháchara llena de ínfulas, la locuacidad de retórica hueca
apuntalada con muletillas y trufada de palabras baúl y tópicos es establecida
por los canecillos hieráticos. Hablan por no callar, para combatir el “horror vacui”: el vacío acaba llenándose
de vacío léxico saturado de mantras en cápsulas.
Pantallas
de vigilancia en el nuevo mundo que, paradójicamente, sí es un mundo feliz. Tan
feliz que cada persona se hace individuo y compra su propia cárcel abierta a un
mundo sin límites. Y se preocupa de actualizar al segundo su estado, de
conseguir el último terminal, de mantenerlo cargado para ser controlado desde
la pantalla en la que ve mientras es visto. Machado nos lo advirtió: Juan de
Mairena para los excesos verbales; sus proverbios y cantares para la evidencia
ciega (“El ojo que ves no es / ojo porque tú lo veas / es ojo porque te ve”).
Orwell y Huxley “reloaded”: la
distopía hecha futuro que es presente. Y la palabra como camarera de la imagen
y la imagen como eficiente eslogan del poder atomizado (un ramo gaseoso
empuñado por los que ambientan de pseudolibertad la libertad).
Para
entendernos tendremos que volver a consensuar la definición de “ser humano” (en
sus dos interpretaciones: como verbo predicado y como sustantivo adjetivado).
Porque no es lo mismo ser humano ahora que hace medio siglo. También la palabra
ha cambiado: de vínculo y compromiso ha pasado a ser entretenimiento para
conseguir, por otros medios, prebendas facilitadoras de la nueva felicidad.
También tenemos que negociar la definición de “felicidad” o “conocimiento”. Y
quien gestione la discusión para llegar a la intersección no ha de ser un lingüista
ni un filósofo. La nueva clave de bóveda de la humanidad está en manos de los “coach”, las nuevas sirenas, o centauros
o quimeras, de la modernidad gaseosa. De su interpretación de la lengua nace la
posibilidad de acción, por encima de la realidad. Porque es la palabra la que
genera realidad. De la ficción realista de la picaresca del siglo XVI a la
demiurgia de la eficiencia por el autoconocimiento que provoca, desde la
imaginación, realidad. Las emociones (miedo, rabia, alegría, amor, asco,
tristeza) se deben trenzar con los sentimientos (esos estados híbridos entre lo
sentido y lo pensado). Y cada persona debe controlar sus fortalezas y sus
debilidades para, evitando siempre lo negativo, somatizar la actitud ante la
vida, con la respiración como válvula de control. No hay problemas: son
oportunidades de crecimiento. Hay que focalizar el cambio, apuntar siempre qué
hacer y nunca el dejar de hacer. Vemos en los demás lo que ya conocemos (o debiéramos
conocer) en nosotros. La inteligencia emocional nos da herramientas
actitudinales (competencias, destrezas, habilidades, talentos…): “soft skills” o “hard skills”. Palabras. Pero palabras que no pueden ser etiquetas
porque determinan comportamientos, estigmatizan, cuelgan el sambenito. El amor infinito,
en sus infinitas manifestaciones, es la solución. “Omnia vincit amor”, pero en formato telepredicador o misa
evangelista o “ted talks” o tutorial.
Palabras.
Algoritmos.
La “profesionalización” del “acompañamiento” empático, asertivo y dialogado. El
paroxismo logopráctico, la lexicalización de la eficiencia “ad talentum”, la cuadriculación
emocional de la pedagogía en logopedagogía, la poliedria inabarcable de las
relaciones interpersonales está pidiendo hacer un Wittgenstein (de la primera
época): en su filosofía del lenguaje en el Tractatus
Logico-Philosophicus (1921) concluye diciendo que sobre aquello que no se
puede hablar es mejor callar. Lo contrario que propone como terapia social la
programación neurolingüística con su cosmética aparentemente científica de la
palabra, en tiempos de hologramas, de dispersión de los criterios, de
hiperrelativismo moral y de falsa autonomía (porque la autolegislación nos
lleva a una anarquía irresponsable de ombligos sedientos de yo). Palabras
maquilladas por quienes venden un futuro incierto, de profesiones que todavía
no se han inventado, de perfiles personales por diseñar, pero que hacen del
humo un producto final que los desorientados ciudadanos del futuro puede
comprar ya en forma de cápsulas en cómodas dosis.
Próspero
es un duque obligado a ejercer de mago en una isla a la que llega tras un
naufragio. Miranda en su hija. La belleza humana del nuevo mundo al que llegan
está mediatizada por la magia, como en este mundo feliz lo está por las
palabras de plástico que modelan unos perfiles requeridos por la industria
global que es ya el mundo. Próspero controla a Calibán y a Ariel con su palabra.
Eso hacer perder de vista el problema real: que ha sido desterrado. Cuando
recupera su poder, abandona los libros y la magia. Cuando el mundo responda a
los intereses comerciales a los que todos estamos contribuyendo con nuestro
silencio, la palabra, tan útil ahora, pasará a mejor vida, después de su arrinconamiento
universal en inglés políglota.
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