Así, sin luz de color, sin tiempo, sin la paleta de colores del amanecer, para poder ser todos los amaneceres. |
A
Josep Asensio Ramírez, tronco y fruto de doble raíz, como yo.
Hay
una belleza espontánea. Y otra que nos espera tras la cuesta. Correr para
llegar se hace poema constructivista: al otro lado se forja el paisaje en su
fragua elemental. Haruki Murakami maneja otras analogías cuando habla de
correr. Yo corro para ver. Y escribo mentalmente mientras corro. El metrónomo
de los pasos y su escansión, incluso de la prosa, se trenzan con los ritmos que
el corazón nos canta y cuenta, se dejan
enhebrar por la respiración. El aire susurrando en los oídos. La banda sonora
del otro lado de la mirada. El frescor de albada que se asocia con el calor del
sudor. La soledad. Todo cabe en el esfuerzo por descubrir con adánico asombro
un nuevo amanecer: es la orquesta del sentir y henchir el ser. Es el génesis
nuestro de cada día.
A
la derecha, la isla del Fraile como una ciclópea cabeza de trol que emerge
apenas de las aguas. A la izquierda, lejana y ajena, la reptil horizontalidad
de Cope. Son el arco del proscenio de esta representación. El bambalinón, ese
cielo que nunca se acaba. El foro, la profundidad del mundo. En escena, entre
bastidores de aire, sobre corrientes dibujadas en la superficie, sobre tímidas
olas que se hacen sutiles dueñas del freo y mantienen a raya las orillas, rota
por el graznido gañido por centenares de gaviotas alborotadas, el sol se oculta
tras un muro de nubes macizo. Su elevarse es hoy anónimo, pudoroso en su
infancia. Pero consigue arrebolar las puntillas del cortafuegos núbeo. Es el inicio
de la conquista solar del cielo, el dar ojos al embozo para proclamar
entredoses de luz. Es el primer acto.
Segundo
acto. El rosicler tímido es ya potente naranja que abre un boquete de lava que
lame la mar y la ruboriza. Las nubes, que han perdido la consistencia de
trinchera de la noche, se dejan hacer. Un abanico invertido se despliega en
perspectiva cónica cenital y geometriza la dispersión de los rojos. La piel
marina se deja acariciar y agradece el calor del amor. Fluye la luz sobre el
agua. Fluye el agua para ser luz. Las gaviotas viven el prodigio desde su rutina
y siguen circunvolando el cráneo del trol distraídas en su azacaneo. La moruna
espera fuera de la embocadura, tangente al ciclorama. Imperceptiblemente, en
argumento preciso de la duración, los blancos y transparencias van aboliendo
los tonos fuego y las nubes se transforman en pantallas que, elevándose en el
horizonte, van dando calor sin llama al mundo.
El
tercer acto, siendo de esta obra, carece de valor argumental. El ruido de la
vida monopoliza la belleza y vive de espaldas a este espectáculo extinto: el
sol ha parido el día que el día aprovechará para olvidar a su progenitor. Este
heliocidio tiene, sin embargo, momentos de contrición: con el aperitivo en una
terraza, o paseando, siempre hay alguien que cierra los ojos, levanta la cabeza
y se siente en comunión con el universo, bañando su rostro en sol. En su
crepúsculo vespertino, otra vez, la agonía de la luz frontalizará su ausencia.
Y ya estaremos preparando los ojos y la piel para un nuevo amanecer.
En
este palabrizarme me abro al día mientras corro para ver: maduro la visión en
el volver y devuelvo aquí lo que supe vivir.
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