Buscando
en Dante y el Juan Ramón Jiménez lo que he perdido, he entrado en el bosque de
símbolos de Baudelaire para que las correspondencias de la naturaleza y el arte
recompongan mi universo y afinen la música de las esferas. La selva era clara y
el camino recto: la oscuridad y la desorientación iban conmigo y el caminar con
los oídos conectados al alma pánica que canta con su zampoña mediterránea ha
puesto letra a la música iluminativa. Un soneto a la inglesa, como el campo del
milagro epifánico que he hollado, queda como esencia léxica de los pies métricos
salvadores.
El
camino, entre hozadas de jabalís y marcas de piruetas ciclistas, es vía de
conocimiento a ritmo binario, yámbico o trocaico. Y Antonio Machado, con su
paisaje interior, me da su lección vital: el otoño interior hace la estación.
Un paseo que es un plano secuencia de Tarkovsky, esencia en el tiempo, hilo
enhebrado en las consciencias de presente con que nos hacemos en este dejar de
ser para seguir siendo, en este ser viejos cada cinco minutos. La belleza, sin
embargo, purga cualquier obsolescencia.
“Nel mezzo del cammin di nostra vita
mi ritrovai per una selva oscura
ché la diritta via era smarrita”
Dante
Alighieri. “Infierno”, Divina comedia.
El
bosque, alveolar cerebro verde,
seduce
al caminante en su cisura,
alienta
y alimenta su escritura
de
pasos que busca mientras se pierde.
En
medio del camino, un arroyo
que
atraviesa el sentido que es presente
baña
raíz y pies en su corriente,
prende
alas talares en su apoyo.
Con
aire, sangre y lodo del sendero
restaña
el fluir cortocircuitado
desde
un prematuro otoño entrojado
hecho
estación total del año entero.
Ha
detenido el sol en su tramonte:
es
mar de fina luz de horizonte.
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