Paté gárum
Bombones de gamba
Después de
una conferencia sobre el proceso perceptivo de mirar y ver, entro a cenar (presente
continuo) en el laboratorio de Daniel Méndez. En Garvm la experiencia
gustativa, para ser verdadera, pide sentarse con los sentidos puestos a punto.
Conviene, como en la meditación, repasar y tomar consciencia de los órganos que
nos van a abrir las puertas de la percepción. Cada aprendiz de gustador debe
saber qué ha de preparar para la ceremonia.
El
chupachups de foie del otro día me dio algunas claves personales que gozaba al
comer pero de las que no era tan consciente como necesitaba para un disfrute
“premium” e intransferible: de niño lo chupaba todo. Bueno, todo lo que me
gustaba: la leche con colacao caliente y pan migado (aquel pan concreto y
proustiano con efecto Doppler), el plátano, los helados, algunos guisos,
algunos bocadillos (los bollos dulces con mantequilla y chocolate o mantequilla
y jamón en dulce)… Ahora hasta el agua me somete a examen. Por eso mis papilas
gustativas, entrenadas en el autodidactismo, han convertido en intuición
placentera lo que podría ser un trámite nutricio. Ahora, con más de medio siglo
de práctica, me sorprendo analizando cómo como y cómo bebo. Estudio las
modulaciones y articulaciones de mi cavidad bucal para entender el itinerario y
cauce del placer deglutidor. Mi fisiología del gusto, como quien conoce porque
estudia, erógeno, su cuerpo para estimularse, me permite agudizar los matices
sensoriales: mi cabeza va afirmando y mi piel se eriza en la sinfonía anatómica
que supone comer en Garvm, para acompañar la evidencia preparada en el
laboratorio oral que marca la dirección del estímulo: mucho más que salado,
ácido, dulce, amargo y umami. Esos solo son los mascarones de proa del sabor
con la lengua como bajel. Todos son sabrosos y todos activan sus sinestesias si
te entregas al ritual. Gozas también lo que ves (desde el emplatado hasta lo
que de arte pictórico tiene la presentación). Y gozas lo que tocas (con las
manos -ese desmigar el pan casero, caliente-, con los labios, con la lengua
-que también es táctil-). Hasta, si te esfuerzas en gozarlo, hay placer en el
crujir de las tostas de maíz, en el sorbo de cerveza tostada o el crepitar del concasse
de tomate o las láminas de cebolla morada o las esferificaciones. Aplasta
contra el paladar lo ingerido, hazle cantar. Y, sin vergüenza, huele lo que
comes: así, ostensivamente: no te conformes con la fusión necesaria de sabor y
aroma en boca. Es todo un juego de seducción, un cortejo. Sé catador y sommelier todoterreno en ese pequeño reino
taifa que es tu mesa en Garvm.
La cena de
hoy me ha llevado de viaje sensorial por el paté gárum, dos bombones de gamba,
cebiche de pulpo, corvina y gamba, dos zamburiñas, una croqueta que podría
haber sido el postre y un tiramisú que se hizo cielo. Con dos copas de Estrella
de Levante Punta del Este (la tostada) y una generosa cesta de pan casero
combinado con tostas. Intentaré detallar les festín pero es una experiencia
difícil de compartir: un cuadro como este solo es posible gozarlo pintándolo en
primera persona del singular.
Restaurante
lleno y servicio ágil, pedagógico y atento a la necesidad del comensal, sin
agobiar. Como bucear al pairo de las corrientes sin preocupación por respirar,
fluyendo aunque estático en la mesa burdeos. En la cocina, Arlenys y Lucía;
atendiendo la terraza y la sala, Valeria y Cris: y Daniel, ubicuo en
responsabilidad, mente y cuerpo, en el laboratorio de fogones y cuadros
emplatados y trasportando dosis de felicidad a las mesas. Cada obra de arte
danielgarumniana es un soneto para el paladar, entroja, Pandora benefactora,
todos los estímulos para que el disfrutador abra su caja y se deje sorprender
por el despliegue de sensaciones (la esperanza, que también se proyecta desde
el plato hecha retrogusto, se arrincona en el cerebro sensorial del comensal y
es eco para volver).Hay poesía en el ambiente. Una poesía concentrada en cada
degustación que el azacaneo de los cordones umbilicales entre cocina (ritmo frenético
invisible y sordo, perfectamente organizado) y mesa no perturba. Bajo la
apariencia hay mucha ingeniería de fondo, forma y detalle que quien goza puede
ignorar porque la dedicación a la porción de felicidad que lo ocupa todo como
centro fagocita el alrededor.
Por muchas
veces que lo coma, por muchas veces que lo sueñe, por muchas veces que lo
rememore, siempre me adaniza. El chef me canta su razón de ser en una actuación
irónica que no me canso de escuchar: “paté de pescado azul, puré de tomate seco,
coulis de fruta de la pasión, tapenade con aceitunas verdes,
tápena, concasse de tomate y esferificaciones de fruta de la pasión. En
mi cabeza suena un soneto:
Mar
concentrado y orlado de sol
orbitado
por islas de tomate,
satélites
esféricos que laten
sobre
lecho olivado de pasión.
Polvo
de estrellas verde cebollino
busca
la convergencia de la tápena
sobre
un corazón redondo de plaza
donde
el azul pescado hace nido.
Receta
heredada cuajada en ámbar,
en
olas de huerto liofilizado.
En
paté el licuamen transformado
guinda,
verde y negro, su áurea salsa.
En
dulce naufragio de faro canta
esta
sirena del sabor de Águilas
He imaginado muchas veces que, en la playa Amarilla, frente al Fraile, me sobrevolaba el helicóptero de Tulipán de mi infancia. Pero, fusionado con otro anuncio de paté la Piara, quien se acercaba a mí me ofrecía un bocadillo rebosante de paté gárum en pan artesano. Todo eso pasa, como un relámpago, cuando, extático, oigo a Daniel pintar su obra de arte. No lo dice pero es la columna vertebral de su sabor: como en las factorías de salazón romanas, su cocina atesora un licuamen madre que umamifica y pone el bajo continuo. El contraste entre la salobridad marina quintaesenciada y el dulzor amarillo del maracuyá, con esos tropezoncitos de tomate y cebolla cortados por un cirujano, es una metonimia simbólica de la infancia recobrada en la madurez. Para homenajear esa intersección, alejo el pan y me como el paté a pequeñas dosis, desnudo de companaje, esencial. Acabado el redondo festín, ya sí, como pan. Es más, rebaño el plato multicolor. El pan es, por sí solo, un manjar en Garvm.
Cuando levanto la vista, Valeria me está trayendo la base de pizarra con las dos cucharas alabeadas que son seno cóncavo para sendos bombones de gamba. No puede haber mayor concentración de sabor: la gamba es continente, abrigo, iglú de un contenido de ricota, kimchi, esencia de gamba y vinagreta de lima. Coges la cuchara, cierras los ojos y aparcas la nave voladora (como la del puré de niño) en la boca. Y chupas la combinación hasta que empieza a desaparecer. Por eso pido dos: cuando el eco de ese placer deja de fermentar con claridad en el paladar, la segunda dosis.
Abro los ojos y el cebiche en un cuenco de vidrio, como Venus sobre su concha, me tienta. Viene con unas tostas de maíz con las que remaré sobre el mar de aceite de jengibre y lima aderezado cilantro. El pulpo, la corvina y la gamba nadan en esas aguas blancas como en un coco sin límites. El guacamole corona la emulsión que funde en ácido el universo.
Las zamburiñas a la plancha con ajo negro y polvo de ajo blanco, sobre sus conchas, parecen tomar el sol sobre la piedra plana que emerge en la playa de La galera. Sus naufragios son el agua que llena la balsa en la que se baña un cisne de barro, émulo de la famosa Pava de la Glorieta, bajo un cielo que refleja en diagonal el concherío (comer en Garvum tiene algo de llegada al finis terrae, de peregrinación a un santuario). La zamburiña es la hermana concentrada de la vieira. La ceremonia de su ingesta no necesita instrucciones por lo primitivo y eficiente de su enconchado: tiene la carne justa para un delicioso bocado (como el bombón de gamba) y la salsita de su elaboración engrasa lo justo ese paso del Rubicón de los labios. Mientras habita la boca hay que recrearse en la coreografía que la transforma en placer. El filtrado que alimenta a la zamburiña vuelve al mundo como sorbido goloso de umami con premio que merece ser masticado.
La guinda fue la croqueta del día. Esa es una lotería en la que siempre se gana. De momento, la combinación siempre ha dado un producto rico en matices. Esta vez era de sobrasada, queso de cabra y chato murciano. Una esfera tostada, crujiente, que al abrirla se derrama en su cremosidad justa, apuntalada por las islas de carne, presentes sin molestar, como escuderos del sabor. La potencia e intensidad de la sobrasada (con su carne embutida y aderezada con pimentón molido y ñoras) se asocia con el punto de acidez del queso de cabra en un blanco anaranjado apetitoso.
Lo anterior habría sido suficiente. No necesitaba, además, ninguna compensación dulce como epílogo. Miré los postres en la carta y recordé la sugerencia del día: “Tiramilove”. Pruebo siempre el tiramisú para comparar. Este, un espectáculo con trampantojo relativo: servido en una taza de café, la cremosidad densa de cada cucharada obliga a embocar la totalidad de sus capas. El mascarpone, el huevo, la nata, los bizcochos de soletilla (melindros, bizcotelas, “savoiardis”, “ladyfingers”, lenguas de gato o como queráis llamarles), el café espirituoso y las capas de tierra de chocolate se aúnan en la brevedad de un tránsito, rubricado con en el chasquido sordo de la lengua satisfecha y los ojos cerrados para blindar y asegurar ese gusto nada untuoso, ese gusto con cuerpo y alma, firmeza y suavidad.
Necesitamos comer para vivir. Podemos
nutrirnos de los frutos del Árbol de la vida y ser muy felices en la
ignorancia. O podemos combinar esa necesidad nutricia básica con la que nos ofrece
Daniel Méndez, herencia directa de una simbiosis entre el Edén vital y el de
los frutos del Árbol de la ciencia. La segunda opción, desde las lecciones
magistrales emplatadas de Daniel Méndez Guerrero, ensancha nuestra alma,
mantenida por el cuerpo alimentado, y nuestra cultura, alimentada por la
sabiduría y la experimentación del maestro. Dani pone su bondad al servicio de
su oficio y consigue construir porciones de felicidad que nos llevamos a casa
cuando lo visitamos en la suya.
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