A Diego
López Sáez, hijo mayor de Pedro “El cojo”, por entrojar en su experiencia la
cultura de la bondad y compartirla, generoso.
A Pedro
López Piñero, nieto de Pedro “El cojo”, hijo y nieto de la tradición, puente auténtico
del progreso.
A Isabel
Hernández Méndez, raíz de savia nueva, alma de corro.
A Iván
López Navarro, Iván de La Escucha, por ser cauce de la cultura del arte.
A María
Dolores Simó Sánchez, hija de Paco el de la bomba, por encarnar, como persona
que ejerce de profesora de Historia y como concejal de cultura del ayuntamiento
de Águilas, la simbiosis entre sabiduría e inteligencia.
A
Francisco Serrano Buendía (Paco el Zumbío) y Francisco Serrano Gálvez (cabico
de tripa de los Sables) por tantas horas de mar con la mar como escuela.
Presentación
de un libro en la casa de la cultura Francisco Rabal: un diplomático de
profesión, jubilado, poco diplomático, poco riguroso, maniqueo y complaciente
con el espectáculo intelectual exhibido, presentaba su último panfleto. Dos
horas y media después, la vela de hormigón del Auditorio acoge en su fachada
lateral la proyección de Palomares. Días de playa y plutonio. En ambos
actos coincido con Diego padre y Pedro hijo. La conversación brota, natural, cómplice,
fértil. No hay más hilo argumental que la vida y pasamos de un tema a otro con
alegría, dejando fluir el intercambio de palabras. No somos del todo
conscientes pero el hogar que encendemos y alrededor del cual conversamos
alumbra ya una agonía de la que somos protagonistas. “Agonía” en su recta
etimología: como lucha en una crisis, como pulso en el que combatir,
crepusculares, la novedad que eclipsa la herencia hasta encandilar con su
obsolescencia mediática.
Sin
pretenderlo, los actos culturales nos dieron tesis sobre las que conversar,
entreverando en esas médulas toda clase de injertos que dan amplitud al árbol
de la vida sobre el que crece el árbol de la ciencia, sobre el que pueden
crecer, fractal, a su vez, ramas del árbol de la vida. Árbol que puede ser una
higuera o puede ser una chumbera, que es planta con vocación de árbol frutal
resiliente. Diálogos que son intercambios de frutos.
Había,
como mínimo, dos grandes lecciones en esa coyuntura de velada aguileña de
agosto. Y las dos eran tesis sobre las que construir el mundo presente. Y las
dos venían desde la cultura del pasado. Para proyectar es necesario conocer y
para conocer es necesario estudiar. Estudiar en la escuela de la vida con el
entorno como maestro, desde el emprendimiento de la herencia experimentada ;
estudiar en el sistema que la civilización humanista se ha dado para aprender a
progresar (colegio, instituto, universidad, autodidactismo de biblioteca);
estudiar combinando ambas posibilidades, aprendices de todo, humildes y
abiertos, escuchantes de la sabiduría ancestral vehiculada en la vivencia de
quienes sí se han hecho a sí mismos gestando un espíritu crítico.
La
primera lección vital es que somos ignorantes en presente y que la historia que
comprenderemos en el futuro ahora está pasando y no somos capaces de
entenderla. Como pasó en Palomares cuando en una maniobra rutinaria de
repostaje en vuelo de dos aviones norteamericanos cayeron cuatro bombas termonucleares.
Fue un 17 de enero de 1966. La narración de lo que ocurrió que vivieron los
habitantes del lugar y que conoció el mundo poco tiene que ver con los que
realmente pasó. En nuestro presente tenemos que sospechar, cartesianamente, una
situación similar. Peor, porque nos creemos más y mejor informados (y en esa
ingenuidad de la prepotencia nos ponemos a merced de los aurigas faetónicos
usureros).
La
segunda lección: la tecnología es un atributo humano inherente a su condición
natural. Hay tecnología artesanal y tecnología industrial: tecnología analógica
y tecnología digital. Tecnología humanista (virtual u ocupante de tiempo y
espacio físicos) y tecnología petimétrica “empoderantemente” endiosada y
protésica. Cuando Francisco Simó Orts, Paco el de la bomba, les dijo a los
militares norteamericanos dónde había caído la bomba desaparecida en el mar,
estos despreciaron la ciencia de su cálculo (¡cómo iba a ser mejor su GPS
humano que los sofisticados sistemas de geolocalización con tecnología
puntera!) aunque seguían fracasando. Cuando Francisco Simó presenció el choque
del B-52 (cargado con sus cuatro bombas) con el KC-135 nodriza sabía dónde
estaba, con consciencia y tecnología humana. Las marcas tradicionales de los
pescadores sitúan en la desorientadora igualdad de la superficie del mar
cualquier punto de interés para su ofició: allí donde convergen tres puntos
reconocibles en tierra. Paco sabía dónde estaba la bomba. Los formados
científicos confiaban en sus artefactos: Paco en su percepción humana de estudios
heredados en directo, vivenciados. El 15 de marzo la sabiduría de Paco superó a
la inteligencia norteamericana (y salvó a esa potencia de la posible injerencia
soviética, al acecho en esa guerra fría tan caliente). El 8 de marzo, una
semana antes, Fraga en gayumbos representaba la “tranquilidad” para el negocio
turístico. A cinco millas de la costa y a casi novecientos metros de
profundidad, la sabiduría popular fue más eficiente que la inteligencia
artificial en manos de la gestión intelectual titulada en universidades.
Hasta aquí la coyuntura. Ahora, la serendipia:
Las conversaciones con Pedro López
Piñero (Predro de Cope) y su padre Diego, de pie (siendo descendientes de “El
cojo”), en un contexto de cultura oficial, se quedaban en poco. Al día siguiente,
en la Glorieta, volvemos a quedar los tres. Diego padre, el más sabio, viene en
forma de higos pajareros. De ellos habíamos hablado la noche anterior, de la
cultura arraigada en la tradición. Diego me había explicado cómo “trabajaba”
sus higos (hijos de árbol y hombre) para que fueran los mejores posibles: cómo
los volteaba para cuidar su humedad y ahuyentar a los inquilinos (los más
sabios por ancianos no pueden evitar abrir el higo seco para comprobar que no
lo habitan los gusanos del hambre de la posguerra). Un higo pajarero preñado de
almendra o un pan de higo fueron carbón para la locomotora del vivir con el
hambre como vía de progreso. Diego López sigue cultivando su autocracia
alimenticia y su bondad sabia. Su hijo y yo hablamos durante cuatro horas
porque él ha abonado la tierra sobre la que crecemos. Si Aristóteles o Leonardo
eran polímatas, los hombre y mujeres como Diego son simiente de sabiduría,
personas poliédricas en lo suyo: de la miel a los chumbos, pasando por un
economato al aire libre que abarca todo lo abarcable en esta latitud: higos (en
higueras pajareras, orales, verdales, negras), patatas (blancas, rojas
–“importadas” de otros lugares-), aceitunas, ajos, cebollas gigantes,
zanahorias, guisantes, calabazas totaneras, pimientos, fresas, acelgas,
perejil, nísperos, habas, albaricoques, caquis, ciruelas (blancas, rojas),
peretas, manzanas, granadas, aguacates, uva, paraguayos, almendras… En los
tomates tiene un doctorado y de ellos ha vivido, de ellos ha podido hacer
“negocio”: el trabajo en el campo, pasión y dedicación, nunca ha estado reñido
con su ocio. Para Diego el campo es su médula espinal vital, su profesión y su
“hobby”. Cuidar el campo, con amor incondicional, con primera y segunda
parte. Plantar, proteger, vigilar, intervenir (mientras, puede, además recoger
espárragos silvestres o “cazar” caracoles), recoger y hacer, si así debe ser,
los productos derivados: aceite, artesanía culinaria (volver a mimar en tiempo y
tacto a sus vástagos vegetales) o higos secos.
Los
pájaros no son tontos. Se pirran por los higos y tienen paladar con criterio
instintivo (es su sabiduría animal): primero se comen la variedad más fina y
dulce y luego van a por los otros. Por eso se llaman higos pajareros: son los
pájaros los que le hacen la cata, su pueden. En el envasado de esos hijos
pajareros hay una declaración antropológica de bondad y una arquitectura que
quintaesencia una tradición presente. Un recipiente de plástico que atesora una
disposición de infrutescencias en “opus spicatum”, con reminiscencia del
hambre que saciaban como manjar en el pasado, aromatizados con matas
autóctonas. Qué fácil comerlos y cuánta sabiduría en el proceso de producirlos.
Los Diegos López del mundo son los que saben qué quiere decir eso.
El
progreso verdadero es, eso pienso, un diálogo entre la tradición y la innovación.
Quedarse en la herencia sin digerir o en el innovolatrismo vendido nos arruina
humanamente en sus monopolios. Viajamos en un globo en el que el lastre
estabiliza la orientación y controla el destino. Esa lección es la que debemos
actualizar en cada presente. Y cada presente debe ser la mejor versión de la sinergia
entre sabiduría e inteligencia, entre artesanía y tecnología, entre tiempo
durativo y tiempo especulativo. Iván de la Escucha (como Pedro López, como
Pedro Francisco Sánchez Albarracín o como Pedro Javier López Soler) es clave de
bóveda para seguir aspirando a cielo. Le oí decir, en un vídeo sobre los versos
al aire de los troveros repentizadores, “cagada de augíacas dimensiones”. Cultura
clásica y cultura popular fusionadas, correspondientes, abrazadas para sumar
futuro. En hombres como Diego López Sáez tenemos a un maestro en transiciones.
Diego López Sáez, hijo de Pedro "El cojo" y padre de Predro de Cope, agricultor poliédrico, centro presente de pasados con vocación de futuro, pletóricos de aquí y ahora, sin prisa, con la nostalgia justa para progresar generoso.
Gran apunt! La tradició és subversió! De la bomba a l'altra bomba gastronònimca amb temps per parlar de les coses importants!
ResponderEliminarComo siempre hermoso comentario. Las palabras sin memoria, sin respeto por el pasado, no son nada A pesar de que a veces te veo muy "gongorino", me encanta. sigue.
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