Madera, chumbos y vidrio Duralex: triada de la vecindad premium
A Pedro
Montalbán García, vecino a unas cuantas manzanas en el caos urbanístico
aguileño (a pesar del racionalismo ilustrado de base), que, en coche, nos trae
sus higos chumbos de Los Estrechos.
A María
Ramírez Peña, por no hacer trauma de un hábito que ha construido amplitud,
matices e intensidad a mi paladar.
A Isabel
Hernández Méndez, que sabe de sabores porque son su pan de cada día.
A Pilar
Navarro Aragoneses, por educar el gusto en erecciones pilosas.
Suena
el timbre (las puertas hace mucho que se cerraron y los corros a la fresca del
levante son vestigio histórico con vocación de patrimonio inmaterial). Como un
Rey Mago, un vecino ofrece la fuente de presentes dulces. El valor del regalo
tiene precio en cualquier tienda (incluso en cualquier hipermercado): de mano a
mano no hay calculadora que fije su guarismo en bolsa. En el don vive una
tradición, se traspasa un amor de hogar que es umami dulce insondable.
Todo
puede estar, algoritmicodigitalmente, muy a mano: sin embargo, cuantos más
cerca, más lejos. Los chumbos o los higos (orales, verdales; las brevas -esos
frutos de la higuera, hijos larvados, renacidos una temporada después), o los
melones y sandías, necesitan personas, espacio, sol, tierra y agua para ser.
Necesitan vecindad para pasar del campo a la puerta, de la puerta a la nevera,
y de la nevera a la mesa. Si algo es una patria (o una matria) es esa red
social de complicidades sin lucro (y preñada de humanidad). Pedro llama a la
puerta y los carbohidratos y sus ecos abren la espita de la saliva. En la
entrega (Amazon está en pañales -extorsionadores deliverooglovalizadores-)
vuelvo a los plátanos chupados de mi infancia, con medio siglo de educación del
paladar (con ese hueso palatino oral-nasal y esa lengua infinita que ahora hace
de la comida -gracias, Daniel Méndez, garumniano con fondos de sardina guerrera
de Costa Azul- un ritual sensorial de etmoides y sinestesias).
Sí:
chupaba la comida cuando era niño; sin presión, por gusto, naturalmente. La
sigo degustando, controlado, sin espectáculos, culturalmente. Las papilas
gustativas son las mismas, educadas. La química infantiloide de la industria de
la felicidad actual es otra categoría (la del fuet Tarradellas, las pizzas glutamatosas
o la de las fast-food-hamburguesas-kebab o los zumos industrionaturales
-verdes, morados o naranjas-). Norteamericanado o persizado hay un paladeo
estandarizado que se vende como universal. Los chumbos o los higos son
kilómetro cero internacional. El alimento que da vueltas (pollo o mixtura de
carnes) o que vibra a la “parrilla” sin brasas (con aditivos simuladores) tiene
sus franquicias. La fruta que llega a tu puerta es fruto del amor y la tierra
real.
La
ceremonia japonesa del té es nuestro desnudar el chumbo antes de su actuación
en boca. Hay ritual en la pala que lo pare y en el suelo sobre el que se
masajea rulante para que escupa y avente sus pinchas. Después el cuchillo y el
tenedor coreografían tres cortes (culo de tallo y nido ausente de flor, en paralelo,
y el harakiri trasversal que los une): el duro abrigo cede y la carne desnuda
rueda ruda haciendo de su protección una ola verdeamarilla de Katsushika
Hokusai. El chumbo vive abrigado en su nopal al calor del secarral y desnudo en
la nevera. En higo de pala, en su tuna, es un tuareg. Y un exhibicionista en el
tránsito hacia la boca. Lejos de la aridez que lo fructifica, tras la liturgia
de la transustanciación, un último estertor: los lunares de su ropa ceñida
gritan desde las binzas que hay que tragar sin masticar, semillas del bolo
sabroso que se perderán, estériles, en las cloacas.
Los
higos orales tienen menos rito y pueden llegar de la higuera a la mesa
vestidos, tras el paso por la nevera. Pelarlos, mejor o peor, es
responsabilidad de cada comensal. Del pedúnculo al ostiolo, del cuello al ojo,
las tiras moradas van descubriendo las ropa interior blanca que oculta la carne
roja, binzada también, de un cuerpo preñado de pulpa y flores. Los menos
ceremoniosos abren el higo en dos partes, lo miran y se lo comen sin desnudar.
En
cualquier caso, higos son. La aspereza que los acoge (pala fractal, hojas
trilobuladas) es proporcional al dulzor que se condensa en su seno. La lija
lorquiana y la cama de faquir son reclamos del deleite. Porque la vida crece
controvérsica, a contraola: la aridez preña de necesidad exuberante
concentrada. Corazones de agua que se agazapan al sol del desierto aparente, se
hacen perlas en lo bivalvo del horizonte.
Llaman
a tu puerta y es el vecino de siempre. Esos chumbos, esos higos, ese melón de
agua, ese melón de año… son testimonio de un mundo que agoniza en sus
costumbres. Sus sabores adánicos sí son experiencias de árbol de la vida, esa
placenta humana. El árbol de la ciencia eclipsa: pero aún podemos meter la mano
en la sombra de su luz de progreso y gozar los frutos atávicos que nos han
alimentado para llegar a este presente ahíto de futuros inciertos de certeza
colonizadora.
Cierro
los ojos y chupo el chumbo.
Higos orales, con sus estrías (grietas que devuelven en rojo la luz que los dio a luz desde el brote que fueron)
Admirar lo simple, huir de lo extraordinario. Esta oda a la cotidianeidad y al hogar me ha hecho pensar en la “Resistencia íntima”, que me leí hace unos meses.
ResponderEliminarSigue disfrutando con los cinco sentidos, que lo sabes hacer muy bien.
Gracias, Clara, por pasearte por estos Limbos.
ResponderEliminarAunque el reclamo del mercado mediático sea el de vivir con consciencia plena de felicidad el presente, sabemos que vivir de verdad supone el contrapelo esa resistencia íntima de la que nos habla Josep Maria Esquirol. Ejercitar, libres de libertad impuesta, lo humano poliédrico es el reto diario. Un chumbo, un beso o un poema contienen la posibilidad de ese milagro laico, de esa epifanía vital (en las antípodas de los viral).