martes, 11 de mayo de 2021

El diletante fértil. Vigesimotercer paseo


Hay en los libros unos paisajes que llevamos dentro cuando paseamos en la naturaleza para conectarnos a ella y desconectarnos de nosotros. En ese diálogo late el humanismo: entre sus nódulos crece la energía de la cultura.






            A Antonio Rodríguez de las Heras, in memoriam, por su magisterio digital en la víspera gozosa del mejor de los futuros posibles desde este presente nuestro de cada día.

 

            A Pilar Beltran, sonrisa cómplice que le achina los ojos y que me lleva y me trae en la brisa del tiempo con coartadas literarias.

 

            A Óscar Colomina, Pere Guerrero y Xavier Montserrat, peripatéticos en la dialéctica de ser en amistad, gimnosofistas entre pinos, encinas y lentiscos.

 

 

 

    «En el principio era el atman. Nada salvo él abría los ojos. Y pensó: “Concebiré los mundos”. Y creó la luz y las aguas del cielo y la tierra. La luz llenó el aire; las aguas de o alto, el firmamento, y las de abajo, mortales, la tierra. Y el atman se dijo: “Hechos los mundos, haré a quienes los custodien”. De las aguas de abajo formó a una Persona. La incubó e su boca y después la dio a luz como un huevo. Y de la boca de esa Persona salió el habla, y del habla el fuego. Y de su nariz el aliento, y del aliento el aire. Y de sus ojos la vista, y de la vista el sol. Y de sus orejas el oído, y del oído el espacio. Y de su piel el vello, y del vello las plantas y los árboles. Y de su corazón la mente, y de la mente la luna. Y de su ombligo el aire que se espira, y del aire que se espira la muerte. Y de su órgano viril el semen, y del semen el agua que riega la tierra.

     Los dioses, recién creados, se sumergieron en el gran océano. Luego, el atman hizo que la Persona pasara hambre y sed […].»

 

                            Fragmento de la glosa al himno cosmogónico de la                                       tradición Rgveda. Aitareya upanisad en ARNAU, Juan(ed.)  Upanisad.                 Correspondencias ocultas. Girona: Atalanta, Memoria Mundi, 133, 2019, págs. 63-64.

 

 

Al principio creo Dios los cielos y la tierra. La tierra estaba desierta y vacía. Había tinieblas sobre la faz del abismo y el espíritu de Dios aleteaba sobre la superficie de las aguas. Dijo Dios: Haya luz; y hubo luz. Y vio Dios que la luz era buena. Y separó Dios la luz de las tinieblas. Y a la luz llamó Dios día, y a las tinieblas noche. Y hubo tarde y mañana: día primero.”

 

                       Génesis, 1, 1-5.  La Biblia. Barcelona. Herder-Círculo                                      de Lectores, 1976, pág. 9. Edición de Serafín de                                        Ausejo.

 

Antes del mar, de la tierra y del cielo que lo cubre todo,

 la naturaleza ofrecía un solo aspecto en el orbe entero,

al que llamaron Caos: una masa tosca y desordenada,

que no era más que un peso inerte y gérmenes discordantes,

amontonados juntos, de cosas no bien unidas.

Ningún Titán ofrecía todavía luz al mundo […]”

 

                       OVIDIO. Metamorfosis.Madrid: Alianza, Clásicos de                                         Grecia y Roma, 8202, 2007, pág. 67. Traducción de A.                                     Ramírez de Verger y F. Navarro Antolín.

 

 

El otro lado del río siempre estará triste de no estar en este lado… Esa es la pena más insobornable del mundo y no se arregla ni con un puente

 

                       Ramón Gómez de la Serna

 

 

Donde tuvo su origen, allí es preciso que retorne en su caída, de acuerdo con las determinaciones del destino. Las cosas deben pagar unas a otras castigo y pena según sentencia del tiempo

 

                       Anaximandro de Mileto (610-545 a NE)

 

 

La tecnología se ha vuelto una fuerza de la naturaleza. No la podemos controlar. Recorre el planeta como una tormenta y no tenemos donde escondernos de ella

 

                       Don DeLillo. Cero K. Barcelona: Seix Barral, 2016,                                           pág. 282

 

 

La constelación de Marconi está eclipsando la galaxia Gutenberg

 

                       Marshall McLuhan, en la revista Playboy, 1969.

 

 

Creo que luchar a contracorriente ha sido siempre la constante de la educación. De no ser así no haría falta educar. La educación es necesaria, en primer lugar, por una razón tan sencilla como la de que nadie nace educado”.

 

                       Victoria Camps. Creer en la educación. Barcelona:                                                           Península, 2008.

 

 

El objetivo del arte no es la descarga momentánea de una secreción de adrenalina, sino la construcción paciente, a lo largo de toda una vida, de un estado de quietud y de fascinación”.

 

                       Glenn Gould.

 

“[…] tant de bo l’humà fos encara més humà! Ser més humà no vol dir anar més enllà de l’humà, sinó intensificar l’humà de l’humà, aprofundir en l’humà de l’humà, perquè és aquí on hi ha el més valuós de tot”

 

                       Josep Maria Esquirol. Humà, més humà: una                            antropología de la ferida infinita. Barcelona: Quaderns                                                        Crema, Assaig, 44, 2021.

 

        

 

         En el paseo somos paisaje. Y el paisaje es una construcción cultural. Caminamos por los senderos, trochas y torrenteras de Collserola y creemos que lo que vemos es “naturaleza eterna” y militamos en una ecología que no es más que un asunto circunstancial. Hace un siglo la vegetación y los árboles que pueblan esos parajes poco tenían que ver con lo que hoy disfrutamos. La economía agrícola imponía el cultivo de viñedos que ocupaban buena parte de lo que ahora es bosque espeso. Rousseau, el filósofo ginebrino ilustrado, paseaba ensimismado convirtiendo el entorno en el decorado de su mismidad mental. Otros, como Karl Gottlob Schelle (en su Arte de pasear nos detalla su posición) dialogan con el entorno y el movimiento para pensar desde la contemplación de la exterioridad circundante.

         El progreso es una deuda proyectada de fe, un horizonte de expectativas para seguir caminando, galeanamente, con la esperanza fundadora de motores. Antonio Rodríguez de las Heras me ha enseñado a confiar mientras imagino un futuro mejor desde el presente crecido desde los fundamentos del pasado. La analogía mecánica como plataforma sobre la que levantar el edificio de los presentes digitales virtuales sobre los que seguir creciendo. Como Jano, avanzar con la mirada bífida, híbrida: no dejar de ver las lecciones del retrovisor para llegar a la utopía diseñada que queremos ver en la luna delantera. Caminar de cara al futuro sin ignorar el pasado. Porque, abolido el destino, somos dueños de nuestro devenir por venir.

         Este paseo es una convergencia de paseos: solo, perdido en el encontrarme de la selva de símbolos del bosque de Collserola; en compañía de amigos con los que dialogar al ritmo binario de Sócrates; sentado, con los paisajes de letras abriendo sendas de pensamiento.

         Busco el cultivo de un liberalismo humano, desde los medios que sean necesarios, desde la actualización precisa para no perder la esencia. Somos porque persistimos. Nuestra herencia es el futuro de nuestro presente. Si nos adelantamos, estamos traicionando lo legado. Somos referencia: para mejorarla, claro. Pero sin prisa por adelantarnos a nosotros mismos. Contra nosotros se gesta el futuro. Hay que saber ser en ese estar: no hay cirugía más triste que la del viejoven. El botox (esa bacteria, esa toxina botulínica que bloquea artificialmente la alegría de vivir y sus consecuencias) solo ridiculiza la esencia de ser (Muerte en Venecia o Fausto ya nos persuadieron de sus efectos). Liberalismo humano, sí: vivir en la libertad de ser con el deber de ser en el bien común, sin usura, sin trampas disfrazadas de progreso con peajes humillantemente seductores, sin atajos que priven de caminar para llegar sin pasar el proceso necesario de maduración. Ser fruto de temporada, kilómetro cero: no producto importado contrahecho en cámaras y químicas. Estudiar para saber, sin más utilidad mercenaria que el placer de crecer por dentro para florecer por fuera. 

         Camino y pienso en el progreso. ¿Sabían los griegos que estaban progresando al pasar del mito al logos? Los romanos, quizás, más pragmáticos, lo intuyeron sin saberlo. La sabiduría oriental ha progresado siempre, antes de contaminarse, de occidentarse, sobre el bucle de su tradición espiritual. China, con su capitalismo de estado y Japón, con su esquizofrenia tecnológico-espiritual, entreveran posibilidades que son ahora nichos de negocio. En Europa tuvo que llegar el renacimiento para hacer de la edad media un paréntesis oscuro sobre el que inventar el progreso. La razón clásica, rediviva (con toda su cultura), antropomorfocizaba las alegorías teocéntricas. La razón, el logos: esa ”aprehensión de la realidad en su conexión” (Julián Marías “dixit”,  Introducción a la Filosofía, 1947) era la palanca humana motivadora del progreso, con las técnicas auxiliares a su servicio. Leonardo da Vinci nos dio una lección es ese sentido. El talento inventor de procedimientos para mejorar el ser, técnicamente. La ilustración nos dio la mayoría de edad: éramos enanos sobre hombros de gigantes con perspectivas. La que nos daba mirar y prender de la cultura pasada y la de la confianza en nuestra propia capacidad de crecer sobre ese crecimiento, sin hipotecas (bueno, con menos resistencia al cambio, con más posibilidades que la ideológica, con la tensión de un diálogo que tuvo su punto de inflexión en la Revolución Francesa, que nos contemporaneizó). Los colonialismos modernos empiezan a concretarse en el nuevo mapa del mundo y con esa nueva distribución, los imperialismos del capitalismo primitivo a lo Alejandro Magno dan paso al capitalismo burgués de las cosas, más importantes que los territorios. París es la capital del universo. New York está en pañales. El ónfalo cultural y económico está en la vieja Europa, que todavía tenía que abrirse en canal con dos guerras para dar a luz el imperialismo económico norteamericano, el triunfo de la juventud cultural ante un mundo en decadencia por erosión. Grecia e Italia, nostálgicos, buscaban el calor de la nueva potencia.

         El París de Baudelaire, que es el de la reforma urbanística integral de Hausmann, el que pasa del barro al adoquinado, de los laberintos bohemios a las amplias avenidas diáfanas, abulevaradas. La revolución industrial está en su segunda fase. El decadentismo estético combate la eficiencia eficaz en serie (para su momento) de aquella modernidad. El autor de Las flores del mal escribió en sus “Proyectiles” [Ernesto Kavi, (ed.).Dibujos y fragmentos póstumos. Madrid: Sexto Piso, 2012]:

“La técnica nos habrá americanizado a tal punto, el progreso habrá atrofiado en nosotros tan bien toda la parte espiritual, que nada podrá ser comparado a sus magníficos resultados”.

Invito al lector a pasearse, como un dandi, por otro compendio de fragmentos baudelairianos para contextualizar esa afirmación: Salones y otros escritos sobre arte. Madrid: Visor, la balsa de la Medusa, 83, 1996. Por “americanización” debemos interpretar, pienso yo, capitalistatización. Baudelaire ha sido un profeta de la modernidad, el primer clásico del nuevo paradigma, contra el paradigma mismo, desde el canallismo estético humanista en la descomposición del mundo. Pero cada límite engendra un nuevo inicio. ¿Eso es el progreso, no?

         Baudelaire contiene, matriosko, a Walter Benjamin (y a Mallarmé y a Rimbaud y a        Verlaine…). Late en ellos un ludismo que busca la genialidad del aura. Estamos en la crisis de un cambio de siglo de cambios acelerados en progresión aritmética (los de nuestra crisis actual lo son en progresión geométrica turbo). Ya entonces, finales del XIX y primeros embates del XX,

siempre todo parecía demasiado pero no era suficiente.

Se estaba forjando la insatisfacción perenne como motor del progreso como un acicate para motivar el estado del bienestar que no se preocupaba del bienser. El mundo gira porque lo mueve el consumo. ¿Pero y el “hic et nunc” espiritual? ¿Se puede encontrar en los “Passages” comerciales de París? ¿Es el “flâneur” el nuevo ciudadano-cliente-turista del mundo moderno? ¿Podemos pasear, sin perder esencia humana, en los ejes comerciales sin enajenarnos? La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica (1936) de W. Benjamin actualiza la percepción de Baudelaire en aquel incipiente cambio tecnológico inherente al progreso humano. La pérdida de la aureola del artista moderno cantada por Baudelaire en uno de sus “Pequeños poemas en prosa” de su Spleen de Paris (la caída al barro de la calle de su gracia divina para, torpe albatros en tierra, ser un ciudadano más) es en Walter Benjamin la pérdida del aura en el arte contemporáneo, adocenado por la rentabilidad de su posible singularidad sin alma. Ya sabíamos (Baudelaire lo contó en su poema en prosa “Any where out of the world”) que el mundo era un hospital de perenne insatisfacción: la posibilidad de cambiar de cama para mejorar siempre daba esperanza pero todo cambio llevaba a una cama que no era la cama –esa habitación de Stalker de Andrei Tarkovsky-). La tecnología, la ingeniería eran el atajo para llegar. La cultura creativa artística, o moría como “arte para el arte” o era fagocitada por el utilitarismo, la especulación o, en el mejor de los casos, la provocación para “épater le bourgeois”. El ángel de la historia de Paul Klee, benjaminizado, nos recuerda que la cultura siempre tiene su dosis de barbarie, que el progreso puede ser el impulso ontológico hacia el futuro que ignora en su vuelo forzado la catástrofe de las ruinas del pasado.

         Brave New World (Aldous Huxley, 1932) y Nineteen Eighty-four (George Orwell, 1949) hacen de la imaginación una proyección de progreso desde una distopía menos fantasiosa de lo que su hubiese querido creer. La profecía de la ficción, sin modelos algorítmicos de predicción, analizada a toro pasado, nos sorprende por lucidez. Aquel futuro pensado en la primera mitad del siglo XX no fue ni el presente del 1984 real ni será el de 2540 (con el 1908 de Ford como inicio de era). Pero entre ambas novelas se sitúa nuestra actualización: el totalitarismo orwelliano se disfraza del tecnologismo huxleyano y nos estamos viendo en este ahora acelerado y en este aquí tan ubicuo. Las neolenguas tergiversan y manipulan y la libertad aparente vive en el escaparate de un panóptico digital. La felicidad se ahoga en la inabarcable hipérbole de posibilidades: la hipnopedia tiene en el nuevo soma, digital o químico, el antídoto a la ansiedad que provoca en sus excesos. Huxley publicó en 1962 Island, envés de la felicidad cientifista de su Brave New World: una fusión entre la modernización selectiva de lo esencial y el misticismo budista que abre las puertas de la percepción al pensamiento psicodélico “new age” hippy. Una inquietante paradoja literaria de 2020, QualityLand de Marc-Uwe Kling, actualiza al Huxley del mundo feliz y retrata la realidad que ya estamos viviendo: la de la perfección algorítmica que “adivina” nuestros deseos datizados. La estadística como verdad: la matematización de la vida de la que hablaba Robert Musil en el primer volumen de su novela El hombre sin atributos (1930). La automatización como aliento de libertad feliz que ignora los efectos secundarios y las contraindicaciones. La tecnoeconomía planteada desde la ética del humanismo sigue siendo una asignatura competencial pendiente para un progreso responsable: entre el nihilismo y el absolutismo, el humanismo progresista que da sentido a la vida desde la utilidad técnica que coexiste con artesanías y sabidurías a fondo perdido (para poder seguir encontrándonos).

         Marshall McLuhan vio en los años sesenta del siglo XX cómo los paradigmas comunicativos estaban acelerando su implantación en la sociedad y empezaban a generar nuevas relaciones. Suya es la acuñación léxica “aldea global” o aquello de que ”el medio es el mensaje”: los cimientos de la hipercomunicación construían sus fundamentos para un futuro de difusión masiva en una sociedad de los datos y la información. La telecomunicación pasaba a ser una extensión de la persona y la “Galaxia Gutenberg” (concepto suyo también) empezaba a obsolescer para abrir las conexiones de lo que ya vio como determinismo tecnológico. Las posibilidades de aquella primitiva televisión ya le hicieron intuir el colonialismo mediático de nuestros días. Porque si somos lo que vemos y los utensilios que inventamos determinan después nuestra percepción cuando los usamos, las redes sociales de hoy son la hipérbole de lo que la televisión supuso en su presente (y que ya rechazaba). La tecnología como prótesis vehicular de lo humano para deshumanizarse en lo que McLuhan bautizó como estado de “retribalización”.

         Cuando Ignacio Bayón, ministro de Industria y energía en 1981 le pidió al filósofo Julián Marías a formara parte de la comisión para el análisis científico y técnico de un plan nacional de electrónica e informática, estaba ampliando la perspectiva del progreso. De aquello nos queda su lúcido, por claro, revelador y atinado, Cara y cruz de la electrónica de 1985. Hoy, treinta y seis años después, leer a Marta Peirano (El enemigo conoce el sistema, 2019) o a James Williams (Clics contra la humanidad, 2020) solo supone acceder a un análisis de la situación real del presente, prevista por el discípulo de Ortega y Gasset. La “libertad y resistencia en la era de la distracción tecnológica” (James Williams dixit) nos subyuga a las inercias digitales colonizadoras en las que somos falsos protagonistas de nuestra contribución como producto que se cree señor feudal de su persona. Contra cada uno de los usuarios hay un ejército de especialistas, al otro lado de la pantalla para que el “show de Truman” en un Matrix monetizado en criptomonedas pueda ser vivido como realidad vivencial liberadora de opresiones ideológicas. La cara de la tecnología está en sus posibilidades: la cruz, en un uso sin base ética para hacerlas bien común y herramienta de progreso real. La necesidad, cada vez más, es una demanda del artificio: las cosas, así, se pervierten por la inversión lógica y humana entre prótesis y carencias.

         El vacío que ocupaba dios lo abigarra, invisible también, la hiperconexión metadática, los flujos de datos y estadísticas deterministas en el gran mercado del mundo, digiteatral en su exhibicionismo y transparencia embaucadora. Neuroalgoritmiza el universo y no lo sabíamos. Revisemos a los presocráticos de hace dos mil seiscientos años y su arkhé. El ápeiron de Anaximandro, por ejemplo. Aquella sustancia primigenia y esta nuestra, centro constitutivo de todo lo existente, es la misma. El caos costumizado en la Antigüedad clásica para comprender el universo vuelve a su desorden original y, organizado por supercomputadores cuánticos, llega a nuestras pantallas pixelado y listo para ser consumido. La metempsicosis y el karma son hoy productos en forma de avatar customizable que caben en la vida misma del cliente, fértil en vidas y muertes "soft", de reinvenciones en el pesebre onfálico de las pantallas. El esfuerzo ahora es vivir desactualizado porque supone oponerse a la inercia de la novedad lucrativa. Heráclito tenía razón pero la suya no era una apuesta cognitiva por la usura.

         En el silencio del vacío, en la dolorosa operación humana del vaciamiento, el imperio colonizador del ruido que enajena, trilero. Vivir en la contingencia y de la necesidad, en la forma trasformada, como atenienses contra el espíritu espartano disfrazado de “talent show” que busca las ganancias pírricas de una audiencia de “share” de  Super Bowl. Contra las lenguas de humo que desempalabran, la semántica de la filosofía lírica. La fragilidad vulnerable de cada uno de nosotros no tiene protección en la intemperie digital globalizante. La inefabilidad, sin embargo, sigue dando sentido al vivir. Glocales, queremos lo mejor del bien común que justifica el progreso y lo mejor de cada persona. Solo el consenso entre “physis” y “nomos”, desde la ética humana global, ecuménica, puede darnos posibilidades de sobrevivirnos. En Yuba o en New York, en Burundi o en los EEUU de América. La mística o Wittgenstein dan alas a la raíz de ser, como centros, no como usuarios y datos. La solidez es forzada para que luzca como evanescencia. Decía Marx que lo sólido se desvanecía en el aire y Marshall Berman lo confirmó a finales del siglo XX: las relaciones económicas disolvían la realidad solvente conocida. Zygmunt Bauman, sociólogo polaco judío, teorizó sobre la sociedad líquida de la posmodernidad que ya hemos superado. Bertrand Russell, maestro de Wittgenstein, halló en la sinergia con el matemático Alfred North Whitehead la concreción de la inteligencia filosófica en su Principia Mathematica (1910-1913, en tres entregas): la lógica simbólica cifraba la razón en la argumentación binaria cuya progresión  en la inteligencia artificial de los ceros y unos (consecutivos primero y superpuestos después) ha parido la razón de nuestro presente digital. La “cabeza blanca” de los números y su asociación con la filosofía analítica han dado al lugar sin lugar de los algoritmos que colonizan el universo. Pero, es una evidencia empírica, el mundo ya no es líquido. Byung-Chul Han ha desarrollado la teoría zygmuntbaumiana y, en una sociedad gaseosa ya, mira el mundo desde los fundamentos orientales de su Corea natal, los europeíza y nos devuelve una visión de espejo valleinclaniano filosófico: la transparencia ya no es virtud sino trampantojo panóptico para la vigilancia de quienes, libérrimos, exhibicionistas, sin deudas con los rituales, pornógrafos homicidas del erotismo, enjambrados y clientes de una novedad que expulsa lo distinto, se autoexplotan para sentirse competentes y emprendedores en la nueva selva de la civilización. El hastío vital, el cansancio, es motor para la reinvención, tan lucrativa en este brave new world sin distopía porque es realidad presente turboalimentada por unas víctimas que se creen protagonistas del cambio.

         Hay un humus neuronal compactado sobre el que seguir creciendo, unos legados culturales por sedimentación que dan espacio al gas que es la “solidez” de este tiempo. Matar al padre es una obligación de todo hijo: el hijo que desprecia a su padre, endiosado y constructivista absoluto, no crece contra su legado, reinterpretándolo desde las nuevas coordenadas mentales, inaugura una base de progreso inédita y solipsista.

Si sabemos cuándo vamos es porque volvemos.

En las costumbre digitales pantallales (aquí, emoticono de ironía oximorónica) hay un desprecio trascendente, ontológico. Ese dedo que rechaza lo que el ojo mira para pasar a otra mirada huérfana de ver es una declaración de principios éticos (ahítos de finales precipitados, abortados, compulsivos, impacientes). Pensemos en cómo se pasan las hojas de un libro físico (lo de un e-book solo es simulacro). Pensemos en cómo pasaríamos los pergaminos de un volumen manuscrito iluminado. Pensemos en el revelador ensayo de Irene Vallejo El infinito en un junco que remite a la eternidad humana (y no a la instantaneidad mercenaria del “youtuberismo influencer” efímero). Pensemos en las canciones y la música que nos han llegado (no sé: “El día que me quieras” de Gardel; “Ojos verdes” de León, Valverde y Quiroga; “Necio” de Silvio Rodríguez; La pasión según san Mateo de J.S Bach…) y pesemos en las que oímos, sin llegar a escuchar, en Spotify ahora, distraídos, colonizados por los auriculares enajenantes… La sedimentación era un noray en el que amar lo que escuchabas, paladeando: la prisa atropella el placer de escuchar y solapa, como las avalanchas mortales, el arte para prostituirlo en producto de consumo con fecha de caducidad. Vivir o inexperimentar la vida en la inercia inducida por las prisas: tenemos la obligación moral de parar la apisonadora invisible de la urgencia para poder vivir el tiempo desde sus centros. Somos piedras lanzadas al agua que fluye con voluntad de volutas concéntricas de vida que arraiga en el cauce.

         En el rizo del rizo, el discurso científico deviene ideológico. En los envases de los productos que consumimos y nos consumen y en los argumentos que, “claros y distintos”, neuroloquesea, nos persuaden y convencen. Lejos del cartesianismo, del kantianismo y  del tan cacareado y tautológico “pensamiento crítico” (¿hay algún pensamiento que no lo sea?), la marca “ciencia” es garantía social y de ante esa evidencia cerramos los ojos y acatamos. No hay tiempo para hacer nuestra la consigna. El nuevo mito es el logos secuestrado por la economía tecnológica neoliberal globalizante. Y, así, la espiritualidad oriental se vende en occidente como mindfulness, con un mensaje subliminal de gota china en un sistema de bota malaya, sin que agua ni presión sean perceptibles para la alegra víctima. Todo ello en un lecho de Procusto invisible que se percibe como una evaluación validadora de los talentos, de las inteligencias emocionales: la meritocracia pagada es un objetivo muy bien maquillado por los inciensos y los cuencos tibetanos digitales. Así, meditar (fundamental para la salud mental de la persona, en la intimidad) pasa a ser un medio social de resignación, de aceptación de lo impuesto: la energía del universo es la coartada para inducir a un estoicismo lucrativo para una élite. “La sabiduría de lo incierto [en] la fragilidad del mundo [en] un tiempo precario ” (Joan-Carles Mèlich dixit) convive con el control científico-tecnológico de lo deseado. La previsibilidad de lo incierto se cifra en algoritmos de futuro que diseñan escenarios estadísticos. La razón instrumental asfixia al pensamiento lateral. El “conocimiento factual” (pedagogizado como competencial sin serlo) fagocita la sabiduría. La intuición intelectual (esa experiencia en el saber) está siendo abducida por el canto de sirenas del instinto (animal) “empoderado”. La humanidad debe progresar sobre esos dos ejes del pensar, la vida debe avanzar desde una vía humanista que contemple los dos pensares. Un libro como Niadela de Beatriz Montañez (mediática anacoreta), la omnipresencia de Mario Alonso Puig (meditación desde la neurología) o la infestación de guías espirituales deben alertarnos del conflicto en el que vivimos y, con la prevención de la duda metódica, valorar los parches que dejamos que nos vendan para remediar las intemperies humanas en la selva sembrada de cibercebos con anzuelo. “A río revuelto, ganancia de pescadores”, dice el adagio popular: quienes pescan en el río que revuelven con la dinamita digital de la satisfacción endogámica de superficies brillantes saben lo que ganan. Es la libertad que invertimos a fondo perdido para, libres de pacotilla, coaccionar nuestra libertad y ser los peces pescados para beneficio de quienes nos ceban.

         Observar sin juzgar, dicen los “coaches” del “mindfulness” (algunos, disfrazados a lo tibetano para “garantizar” su autenticidad –el anuncio previo nos pone en una alarma que no sabemos oír-). El soniquete persiste fuera de la meditación, que es un compartimento estanco para oxigenar el cerebro y permitir el diálogo entre los dos hemisferios separados por un abismo. Aceptar el presente. Resignación para dejarnos hacer. Atención plena, holística, pero los estímulos llegan, sinestesia prostituida, en ráfagas de ametralladora de hipotecas para la atención. El nuevo cerebro ha de ser “ciborgnético” para atender la demanda del nuevo paradigma mental (por muchos unicornios surfeando sobre “rainbows” que inoculen las fractalidades cuánticas del poder invisible, la imaginación biológica no da para tanto sin tuneo). El método “tonglen” tibetanobudista, pervertido, hace del sufrimiento una forma de “compasión empática” de Disneyland universo: la asertividad woodyalleanesca de diván da bien en la comedia cinematográfica, para unas risas con el patetismo ajeno, pero en la vida real induce a la depresión sin arte. La homeostasis es ahora desequilibrio en continua compensación: la nueva versión de Sísifo, Prometeo y los hijos de Cronos habita en cada uno de los yos de este ahora precipitado hacia un después edénico (sin referencias culturales del pasado).

         Pragmatismo anulador del saber. Los utensilios usureros anulan los objetos: desprecio por la materia que cifra la existencia porque el usuario no reconoce su origen. Cosas-“kleenex”, obsolescentizadoras de esencias: como si reciclar lo obsolescente por “copyright” fuese raíz sobre la que seguir creciendo, infinitamente. Si “el amor es eterno mientras dura” (Vinicius de Moraes dixit), las cosas lo son mientras las tratamos con amor. Lo que se puede comprar con dinero no se valora en lo que vale de verdad. No sé si hay una verdad: en cualquier caso, construir en proceso progresivo verdades artísticas, vitalmente, sin prisa, desde el artificio revelador de lo que las urgencias velan, desde el asombro sereno esencializador de atención plena en su goce sin usura. La bilocación naturalizada nos dispersa y necesitamos comprar los servicios de reparación de una espiritualidad sobrevenida, impostada. Atendemos, simultáneamente, la pantalla y la realidad hasta confundirlas. Pero el gurú del “mindfulness” (que traducimos erróneamente por consciencia plena –“mind”, mente; “fullness”, plenitud- cuando es un adjetivo sustantivado y quiere decir estado de consciencia –y plena es tan tautológico como “pensamiento crítico” o “persona humana”-, el coach de la meditación, decía, exhorta a “observar sin juzgar”. El arte de la etimología nos habla desde la resonancia de sus correspondencias: “observar” es examinar atentamente, mirar con atención. El prefijo ob-, delante, matiza “servare”, que significa en latín tener, guardar, conservar, prestar atención. Siervos, pues, para ser mentalmente libres en la abstracción energética holística. No pensar para mejorar el pensamiento. Debemos ser críticos y cautos: meditar oxigena la mente en nuestro compartimento estanco íntimo (en nuestro dojo particular), en un barbecho que cultiva el vaciamiento de ego. Vivir es también vivir hacia afuera, en el mundo, entre quienes quisieran que esa pasividad conformista desbordara el espacio de la meditación y anegara a las personas para hacerlas clientes náufragos. El subcontratismo es una epidemia sistémica que jerarquiza la aparente horizontalidad para hacer rentable la vida como negocio y poder extirpar con el menos riesgo la posibilidad de pérdidas económicas. El “mindfulness” es una de esas subcontratas maquilladoras del mal medular, un negocio de tiritas milagrosas, en una contracorriente teatralizada, para una hemorragia social. Otra es, por ejemplo, la de cualquier método “milagroso” para aprender inglés o mejorar la competencia lectora (con lecturas tridimensionales que ponen el potencial mental al servicio de la comprensión de los textos –y te aseguran que lo conseguirás en un quinto del tiempo media habitual-). Hay, incluso, un movimiento que aboga por el lenguaje (¿el lenguaje o la lengua?) como forma asumir, desde la teoría evolutiva del lenguaje, la salvación de la humanidad de su misma condición: otro nuevo y revolucionario paradigma, dicen, para abrir nuevas opciones de cambio. Y ese contexto de exponencialidades eficientes y eficaces, los emoticonos colonizan la comunicación y fagocitan la capacidad de las lenguas y los ecos que habitan en su historia.

         El biofilósofo Humberto Maturana ha pensado la definición de vida como autopoiesis: somos mientras nos recreamos, mientras nuestras moléculas son capaces de mantenerse, autorregularse, modificarse y repararse. Antropológicamente, dice Josep María Esquirol, desde esas resistencias íntimas con la cultura como escudo vital que centran su filosofia, que somos una “herida infinita”. Estamos vivos cuando la sabemos restañar, cuando somos competentes, desde la resiliencia, para sanarla. Somos poemas andantes, a lo Rimbaud (expresivistas) o a lo Mallarmé (constructivistas). No parece muy científico que la creación poética (sic –por redundante-) quede excluida de los planes de estudio en “beneficio” de otras “utilidades” calibradas desde la miopía humana.

         No deja de tener su gracia paradójica que los problemas tecnológicos me dificulten compartir en las redes sociales mis paseos. Esa circunstancia, subsanable con una voluntad de enmienda digital que no quiero tener, me enriquece dándome espacios para leer y pensar sin la pretensión de comunicarlo fuera de mí y mi pequeño círculo de amistades tridimensionales y peripatéticas. Por eso este vigesimotercer penseo es un denso haibun rematado con tres haikus.        

 

 

Multidiverso

se descompone el mundo

desde sus centros.

 

Cuando paseo

veo en lo que miro

todos los centros.

 

Siempre es principio.

Nunca espera el final

el nuevo inicio.

 

         Esta vez, abusando ya del abuso de la paciencia del lector, acabo con otra cita que, dos mil quinientos años después, nos puede centrar en este multicentrismo sin médula humana, en este presente en que lo humano se acelera en el producto de una inteligencia posthumana. Lo dice Aristóteles en el libro VIII de su Política, el responsable intelectual de la ciencia sobre la que progresamos:

 

“Es claro, pues, que la educación deber ser regulada por la legislación y que concierne a la ciudad. Cuál debe ser esta educación y cómo se ha de educar son cuestiones que no deben echarse en el olvido; porque actualmente se discute sobre estos temas, y no están todos de acuerdo sobre lo que deben aprender los jóvenes, tanto desde el punto de vista de la virtud como de la vida mejor, ni está claro si conviene más atender a la inteligencia o al carácter del alma”.

 




Comunión seglar en la religión humanista sin dogma. La piedra, símbolo de la eucaristía, ruega por nosotros, suicidas transustanciadores del universo.

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