El
oficio de enseñante (sabio, maestro, profesor, párroco laico) ha quedado
huérfano de contenidos (da igual si factuales, conceptuales, procedimentales,
competenciales o éticos) y aprendices. La pedagogía y su negocio altruista, de
amores y pulsiones sistémicas, se hace causa y consecuencia del paradigma
económico que se vende como panacea y milagro burocrático para construir, desde
la formación de los ciudadanos, un futuro más habitable y mejor. El valor del
esfuerzo personal para el beneficio colectivo es una buena niebla para
adelantar al contrincante. También o es la transparencia de panóptico: todo es
evaluable y flexible hasta que un interés superior reevalúa lo evaluado (auto o
heteroevaluado) y hace de la trasparencia un argumento para una invitación a
cambiar el ámbito de las responsabilidades, asertivamente, sin acritud, para el
bien de todos, en una asepsia de criterios volubles programada en la nube,
siempre accesible a las partes para saber las reglas del juego que nos hacen
jugar (que en el gamificación
motivadora está la piedra filosofal del progreso).
La
formación, los congresos, jornadas y talleres, alumnocentrizan la sinergia
educativa. El etiquetado de la personalidad, sin traumas, desde la alegría de
la convivencia áulica (el aprendiz es el señor feudal) taxonomiza la felicidad
y segrega posibilidades al sistematizar la diferencia. La flexibilidad del
diálogo era suficiente, pero no pasaba la ISO. Pensar, sentir y amar pide
indicadores para hacer del sentimiento evidencia evaluable, objetivable, dato
comunicable en un informe. Pero para aprender a emocionarse y reconocer la
emoción no vale la poesía: solo la economía puede dar cuenta de los
sentimientos y el turismo hacernos habitantes del mundo.
Opositar
a ser “perito en lunas” y buscar y forjar la ocurrencia transcendente tiene hoy
poca claca: viste más, a lo galas del emperador, la poliedria siliconvalleyana
de informalidades formalizadas entre cojines, palomitas y “smiles”. Eficientes y centripetados, centrifugadores del alrededor,
víctimas de una falsa dialéctica socrática sistematizada, lo aprendices
desprecian las oportunidades de crecer desde el contrapelo. Porque hay que
fluir. Hay que hacer fluir. Y en las cunas de los cauces infinitos, en el “ad personam” adulador, asesinamos a
Sócrates. Porque el camino es ya todo destino: conciencia artificial, redes
neuronales de inteligencias múltiples y talentos desperdiciados piden,
polluelos en su nido, una atención de puntales y muletas.
La
libertad pervertida esclaviza en la diáspora de un posibilismo sin centros. Zombis
felices, eslabones de la subcontratación, los aprendices no son ni arco ni
flecha, ni barco ni derrota: sueñan con ser blanco o destino sin experimentar
la tensión del proceso de la duración. La suya es una duda deshamletizada, si
hay atisbo de duda. Que los dilemas siembran la inseguridad que abre heridas.
Porque dudar sin modelos para madurar criterio conduce a la egolatría
globalizada.
La
titulación necesaria para ejercer de profesor no cabe en el documento que
debiera acreditarla. Ser maestro es ser licenciado Vidriera en un patio de
Monipodio como un circo romano de mil pistas simultáneas, cada una con su
proyecto competencial. Y el titulado, despersonalizado y acróbata, ubicuo, Sísifo
alimentado de ilusión, náufrago, fraguando personalidades libres desde la
significatividad, la comunicación, la acción creativa, la proyección y la
autonomía de unos educandos que cada vez son menos suyos.
Nació
con vocación de sabio,
aunque todavía no lo
sabía:
en el útero ramoneaba
los frutos de la
ciencia
desde la raíz de la de
vida.
Dado a la luz, supo doctorarse
en el juego de querer
ser
y aprendió a aprender
en la escoriación y el
desollarse:
sus rodillas cambiaban
de piel
en la escuela del
mundo;
sus ideas nacían de la
ósmosis
de la controversia y
el amor.
La sombra del contrapelo
iluminó su
consciencia:
quería ser maestro.
Pero solo pudo
licenciarse
y ser profesor.
Ganó y perdió vida en las aulas:
daba lo que sabía y lo
que ignoraba:
recibía más que
enseñaba
desde la confianza
de una oposición de
olas,
rompeolas y resacas;
desde el ser “punching ball”
(más que “punching bag”)
que, a veces, golpeaba
al aspirante a
persona.
Sabio, maestro y profesor
han quedado en reliquias
laicas
sin museo:
Cada aprendiz es ya maestro
de su vivir en todo el
proceso,
sin oposición,
fluyendo holístico
y onfálico, “empowered”,
en la mátrix
posverdadera
de un patio de
Monipodio global
disfrazado de Disneywonderful World.
Cada aprendiz tiene tanta
posibilidad
de talento, tanta
potencia,
que vive la omnisciencia
de su ignorancia
sin trinchera.
La transparencia ha asesinado
la confianza: la
programación sistémica
ha mitificado la
personalización
de la fluidez en
cuadrícula,
ha barnizado de persona
al individuo.
Los corazones y sus alrededores,
homínidos, barro apenas modificado,
piel con
identificación fiscal,
campan sin más ley que
la propia
(en la que no han
pensado
y que, al pairo,
cambia con el interés)
Así pues, la raíz se deslocaliza,
se vende al postor
yoístico
(el mejor cliente)
y se futuriza en
presente desarraigado
y ergonomicocéntrico
sin confort
(eso dice el prospecto
ecuménico
-en inglés-)
El
enseñante ha mutado en
implementador,
gestor
subordinado,
de contextos
cognitivos
motivadores
inclusivos
personalizados
e inductivos,
incentivador
de causas
emprendedoras
y creatividad
inherente
para potenciar
el talento
empoderado,
empático y sinérgico,
que, desde la
cooperación,
ayude a coordinar
las plenitudes
ontológicas
en ciernes
con el objetivo
de construir
conocimiento
competencial
que permita
a los futuros
ciudadanos del mundo,
eficaces y eficientes,
desde su autonomía,
criterio,
consciencia ecológica
y económica,
conocer,
ser,
hacer
y convivir,
generosos en esfuerzo
altruista,
desde la percepción holística
(y mindfulnésica)
que, en plenitud
onanística y
heteromatriarcal,
sea centro y alrededor
de la felicidad
coherente,
cohesionada,
adecuada,
respetuosa con la
diferencia,
ecuánime,
colaborativamente
osmótica,
responsable
en su libertad,
comprometida
con el universo
y conciliadora
de los conflictos
que genera esta pureza
pedagógica.
Bajo los pies
estudiantes,
vaginas dentadas
y penes agudos,
caníbales
y tribales,
en inglés,
exhalan su halitosis
de felicidad.
Aquel infante
solo quería aprender a
hablar
para enseñar a ver el
mundo
desde la mirada de la
palabra.
La palabra ha
suplantado el mundo
y es el disfraz de la
cifra
en que se cifra
la felicidad,
que ha quedado en
palabra
vacía de mundo.
Simultaneidad de la concentración: nuevo estadio de la evolución ontológica. El alumno del futuro habita ya entre nosotros para redimirnos y liberarnos de magisterios humanos. |
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