“La ciencia tiene las raíces amargas,
pero muy dulces los frutos”
Aristóteles (según
atribución de Diógenes de Laercio. Se dice también que es una máxima de
Cicerón, incluso un adagio persa. Donde pone “ciencia” podemos leer también “paciencia”,
“estudio”, “sabiduría”… Incluso “vida”)
“Soy un pesimista debido a mi inteligencia,
pero un optimista debido a mi voluntad”
“Tomen la educación y la cultura, y el resto
se dará por añadidura”
Antonio Gramsci
“Be the change
that you wish in the world”
Mahatma Gandhi
“Si estás enseñando hoy lo que estabas
enseñando hace cinco años, ese campo está muerto o lo estás tú”·
Noam Chomsky
Una fábula distópica
microscópica en este magma de tecnooptimismo en el que el pensador de Rodin
razona entre cojines y pantallas. El maestro ha muerto en la indigencia de su
divismo y es, lo dice su nómina, docente (sin doctorado en “docere”, en enseñar,
porque no enseña quien no motiva el saber aprender). Los aprendices no son
dóciles (no se dejan enseñar con facilidad, “empowereds” como están, onfálicos). Los docentes, pues, con sus
vacaciones indecentes, son facilitadores, guías y acompañantes sin sombra de Sócrates, títeres teledirigidos por
“wifi”: han pasado de ser personas a ser alegres eslabones del sistema que
prescinde de ellos a fuerza de valorar, en la transparencia más opaca, su valor
pedagógico. La pasión de centrar solo es un reclamo publicitario para concretar
la libertad de elegir en un negocio de personas concretas en un mundo
colaborativo y globalizado.
Educar
sobre la nada del mañana, sobre el abismo feliz de la posibilidad, sin la
duración presente del pasado. Desde la épica de la acción. Sin la lírica de la
contemplación. Desde el hedonismo sin filosofía: épica del yo que se exhibe sin
yo que haya reflexionado.
Claro:
la oscuridad judeo-cristiana de sacrificios y lecturas, de torturas y pasiones
cruentas, nada dice a quienes crecen sin más guía que su egoyoísmo mediático hacia
la luz que, fotosíntesis 4.0, les venden sus pantallas.
Por fin lo habían conseguido. El
fruto del árbol de la ciencia había germinado en una semilla de árbol de la
vida. La alegría inicial de la clonación fue pronto trocada en mercancía. Todos
los centros educativos quisieron plantar en el ombligo de su jardín su árbol de
la vida. Y sus raíces, fuertes y ansiosas, palparon los cimientos. Y secaron
los libros sobre los que había crecido el mundo. Y sus hojas, codiciosas de
fotosíntesis, asombraron cabezas y hambres. Y sus flores abrazaron en su aroma
a todo lo que se movía bajo su efluvio. Y los frutos alimentaron a toda la
insatisfacción que se abrigase a su dulzura. La realidad y el deseo anularon su
incompatibilidad y todo fue felicidad y juego.
Un día (todo era perpetua sombra de
luz) las personas que habitaban bajo su árbol de la vida particular olvidaron
el Edén perdido. Vivían en un paraíso sin pérdida de paraíso. Su escuela era su
casa. Su casa, el mundo. Y la vida, invasora del conocimiento, acabó por
devolverle al hombre el animal que había sido. Liberado ya de tanta ciencia,
ignorante y dueño de su fluir, había conseguido ser pura vida, célula eucariota
animal fagocitadora, excretora y reproductora con vocación vegetal. Célula
autodeterminada, autónoma, emprendedora desaprendida, actividad pura sin pasado
ni presente, toda futuro.
La cadena de ADN, neoreptiliana,
flagelo de voluntad, ríe, sardónica y dinámica, en el citoplasma del cosmos sin
un solo libro que amenace con regenerar su consciencia y sin contaminación que
ponga en peligro su victoria ontológica.
El universo es ya esa zona de
confort sin confort que se extiende a lo largo, ancho y profundo de la membrana
plasmática que perimetra una pantalla.
No hay comentarios:
Publicar un comentario