Mientras la rúa
de hípicas y landós luce en su simulacro para honrar al pobre san Antón y su
cerdo, mientras los burros, percherones, mulas y caballos sudan su exhibición
tirando de carros reales con carga de atrezo, mientras el suelo se llena de
caramelos pisoteados y bostas que no llegan a oler porque los carros modernos
del servicio de limpieza municipal, cepillo centrifugador y agua, coches escoba
sin metáfora, cierran el carnaval de la fugaz melancolía agrícola, mientras,
por unas horas, las calles rememoran la tierra que fueron, quiere latir la
historia del pueblo.
Me llama y voy.
Subo desde la era de los monjes de la abadía benedictina, calle mayor arriba. Paso
bajo las bóvedas de los porches que cobijaban el mercado medieval. Llego a la
plaza donde se alzaba la iglesia parroquial de Sant Pere y luego el poder civil
de Pere San (fonda Comerç, teatro Clavé, Casa de la Vila, colegio, estanco,
sede de “Educación y descanso”, centro de boxeo, academia de danza… -todo en un
mismo edificio frente al mercado modernista de Ferran Cels-).
Me paro (suenan
tambores y cornetas a lo lejos) ante el número 6 de la plaza del mercado que
antes fuera de la constitución. Horizontal como el recuerdo, un resto de la
antigua iglesia de Sant Pere d’Octavià, un pecio de su ruina, yace discreto en
el suelo. Quizás en esa piedra que fue altar habite la clave de la vocación
vertical y ascensional de los hombres. Quizás dormir es soñar y morir elevarse.
El haiku contiene esa contemplación.
Mañana,
amazonas, jinetes, arrieros volverán a sus oficinas, san Antón a su altar y las
bestias a sus cuadras. Y hasta el año que ya va viniendo llevándose lo que ya
no puede ser.
Ara del tiempo.
Umbral
que fue altar.
Suelo
de cielo.
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