La tecnología de la artesanía en el mar de la calma. Fotografía de Gustavo Gillman Bover, ingeniero y artista. |
Cuando
la posibilidad es magma evanescente y la libertad cómitre del criterio, cuando
la evolución busca la base del futuro, la ontología se hace chiste de “youtuber”. El Hombre (en su alegoría de
auto sacramental sacrílego) vive y es vivido desde su cápsula espacial que es
ágora abierta al universo desde el claustro minimalista de su ombligo
tecnodependiente.
Libertad
para todo dentro de una nave comprada y sin manual de instrucciones. Aunque lo
tuviese, no habría tiempo para poder leerlo. Si funciona, perfecto. Si algo
falla, agradeceremos a la subcontrata correspondiente la normalización de la
naturaleza artificial, de la arcadia de pantallas y cojines en que
felicigozamos como clientes que nos creemos centros.
Cosmonautas
del simulacro de vivir, pletóricos de wifi (esa red de cables invisibles de la
que somos marionetas) nos adelantamos a los que somos, nos abandonamos en la
prisa, no nos encontramos al llegar. Este progreso nos quiere mercenarios y
hetairas en el harén de la felicidad prometida en cada acto.
El Hombre, a golpes
de sílex, fabrica un “smartphone”.
Todo cabe en su
burbuja,
menos el aire.
El Hombre, en su forja
sin fuego, doma los
árboles,
diseña el paisaje,
ergonomiza
montañas y valles.
El Hombre, alimentando
nubes, cosifica las
ideas
para hacerlas llover
bajo llave
sobre guirnaldas
pixeladas.
El Hombre, desunciéndose
de la naturaleza, se
hace eslabón
alegre del progreso,
esa nave
tecnológica que orbita
la nada.
Así, ombligos venales,
los hombres se exhiben
mercenarios del
futuro,
prostitutos del ahora,
pederastas de
instantes,
gigolós de la memoria,
clientes de la
felicidad.
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