jueves, 12 de abril de 2018

Lentejas

"Vieja friendo huevos". Diego Velázquez, 1618. Óleo sobre lienzo (100,5 x 119 cm). Galería nacional de Escocia, Edimburgo.





         Los gestos le hablan al tiempo. Porque no hay pose posible para la expresión de la vida. No la había. Quizás ahora, con tanta programación de la posibilidad en directo grabado, se  midan más porque, a fuerza de vernos, nos veamos viéndonos, controlándonos como regidores las propias expresiones ensayadas.

         Un poema de circunstancias en dos tiempos sin intersección ni correspondencias porque ni legumbres ni cariños generacionales responden a sabores y ritos comparables. El ritmo del romance pone el bajo continuo de la duración antigua y la secuenciación estrófica la modula y propone las controversias de las que refulgen los fosfenos de las lágrimas de luz.  Porque esta época de envasados y asepsias progresa en los cangilones de los contratiempos de un tiempo de contratiempos vendidos como tiempo de infancia que es más falsa que la ecología de McDonnal’s. 

El fuego lento de una olla intergeneracional, a transtiempo, de amor de lentejas lentas mimadas por nieta y abuela, eclipsa la usura del más sano de los planes “detox”, por más “mindfulnésicos” que se promocionen (siendo efecto de una causa, no causa de un efecto). 

Eran otros tiempos, sí. Estos son mejores y remendados, patrocinados por una concienciada y altruista empresa de remiendos. Que meter la mano en el saco de las lentejas a granel (placer de legumbre líquida) está feo y es poco higiénico.





                                                                 
Sin consciencia, la secuencia
familiar que las iguala
viene con su blanco y negro
hasta el color de esa sala.

***

A granel. Llenó el cartucho.
Su abuela la esperaba
(el olor de la lejía
en la cocina asperjaba
limpieza de la posguerra,
humildad adecentada
con el goce de miserias
felices, simples y claras)

         Sobre la única mesa
abuela y nieta cantaban.
Mientras, cernían lentejas;
mientras las clasificaban
(piedras de carne de pobre
con pericia separadas)
buscaban complicidades
con los ojos se encontraban.

         Azacaneo doméstico
que el alma domesticaba
de las tres generaciones
que convivían en casa.


***


         Envasado. Compró un tarro.
Su abuela no la esperaba
(el olor a doble madre
ni se intuía en la casa:
limpieza de cloroformo,
de ambientador camuflada,
alejaba la vejez
de esta alegría impostada)

         “Las lentejas son de pobres”
-pensó la niña mimada-.
Y le dio el bote a su madre.
Y su  madre a la criada.
Cocinadas, las lentejas
olor de hogar asperjaban.
Y la niña, sin saberlo,
de su abuela se acordaba.

         Las piedras de las lentejas
son cosa de subcontratas:
la abuela en la residencia;
la nieta desarraigada.


                   ***

La piel tersa de la niña,
de su abuela separada
por el tiempo y las costumbres,
es hoy abuela de nada:
cuerpo fláccido tensado
por un alma muy crispada.
Como piedra de lentejas
sin cerner, precocinadas,
se le pone la nostalgia
a la abuela desniñada.
        
***

         Superponer dos escenas
un abismo distanciadas
nos acerca a la esencia
de las pérdidas ganadas.

Le recuerdan a la nieta
las piedras no encontradas
el aroma de la vida
cuando la vida duraba.






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