En
una vieja película, de esas de un blanco y negro nítidos, más vivos que el
color de la vida, una escena contenía, sin saberlo, todo el misterio que
Adelaida García Morales cifró en el padre zahorí de su relato “El sur”. “¿Qué podemos amar que no sea una sombra?”
se preguntaba la autora en palabras de Hölderlin. Respondía en el cuento. Eco
del eco de esos ecos es este poema en eneasílabos y pentasílabos en dos tiempos
y una sola disolución. Amamos las sombras de la carne que fuimos. Aprenderemos
a amar las sombras de la carne que somos.
¿Desenamoramiento
atroz? Como el desvaído dolor del corte del cordón umbilical, duele si lo reconstruyes.
La vida, tras el corte, sigue, madura, se hace en su hacerse: al nacer y al
desamar. En los dos procesos hay más de objeto directo que de sujeto del verbo “vivir”.
Él
piensa que no necesita
decirle
nada.
La
mira y calla.
Habla
el silencio,
locuaz
y denso,
y
los caminos divergentes
en
paralelo
seguirán
hasta que la muerte
los
haga uno.
Pero
sin la fascia de amor
que,
pasional,
los
envolvió
cuando
hablaban y se veían.
Urgía
entonces
caos
de unción:
unce
ahora,
rito
indolente,
tácito
pacto,
el
orden de este desamor.
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