jueves, 29 de junio de 2017

Miopía de la petrimetría



 
Fotografía de Brian Oldham. Kafkiano como la vida misma. Los laberintos ya no son físicos: son edenes de cadenas invisibles.


 
Fotografía de Vincent Everarts de la transformación espacial del artista austriaco Peter Kogler (ING Art Center, Bruselas, 2016) Este túnel es el que vemos cuando nos privan de las prótesis de vivir. Es el espacio mental que nos queda sin las aplicaciones correctoras que nos venden.






         Es este un destello domado ciertamente desmelenado. Lava léxica, erupción de ideas desde su magma invisible. Raíz de avión en el viaje de lo efímero. 

         En la inercia protocolizada, dejarse ser. Que las instrucciones interpretadas a consciencia paralizan el mundo en su detalle infinito. Si el hombre no fuera un lobo para el hombre, confiar aligeraría el peso de vivir. Pero somos clientes de la felicidad y la libertad, costumizadas para, además, aparentar una solvente fraternidad global. Los algoritmos invisibles son hilos de títere que nos dirigen y fuerzan en las comisuras una sonrisa ingenua, una mirada alegre.

         Hay una transparencia que es trampa de la opacidad más laberíntica. Una autonomía con cientos de peajes de subcontratas. El hombre de Vitruvio, encarnado en un “youtuber influencer” hoy, vive asaetado de cajones, dalinianamente, como un san Sebastián gozoso de sus dependencias invisibles y siempre actualizables. Como los coches robotizados, desmecanizados, los hombres, incultos en los “gadgets” que dinamizan su estar, atienden a los indicadores de sus pantallas para saber que algo no fluye, sin herramientas propias para devolver a su cauce el descarrilamiento, la avería, la disfunción. “Empoderamiento” que hipoteca ser desde el espejismo de lo contrario.

         Un universo vendido como ad personam pero maquinado como ad quendam, tramado como ad indiviuum. Con retórica de usado (mejor que “empleado”) eventual y precario con exigencias contractuales de fidelidad y sentimiento de pertenencia, desde la operadora telefónica que promete lo que no va a cumplir. Tratamientos reverenciales de “petit maître”, de señorito y quídam. Que mientras se alaba el talento, se busca el sujeto sin cabeza, la anonimia de nombre sonoro, la fulanidad. “Somebody”;“nobody” :pero con cuerpo cosificado, de goce de prostituta sin vocación. Así todo quisque puede creer ser el alguien que quiere ser en un océano de crispación “soft”, entre unicornios y sirenitas, ajenos al panóptico desde el que se proyecta la vida.






                                                                 
Fidelidad al minuto absoluto.
Compromiso con el instante sin raíz.
Miopía de la petrimetría
que mira el microscopio
como si fuera un catalejo
o un telescopio
sin poder dejar de verse,
con el retrovisor
eclipsado de yo.
Es una experiencia de futuro.

El protocolo y los perfiles
son el piloto automático del progreso.

Poliedria con aristas de cascabeles.
Globalizarlo todo
para no ser en ningún lugar.
La posibilidad del todo
atomizada en el ansia de infinitas nadas.

Agasajar como emperadores
a los clientes,
lisonjear a los turistas,
llamarlos por su nombre
de desconocidos
y en ello despascualizarme,
ser eslabón amable
del negocio de vivir.

Las instrucciones
de la burocracia social
reclaman ser algoritmos
de intuición.
De intuición animal 4.0,
de genética heredada del futuro,
sin lastre obsolescente,
a una caricia de dispositivo,
a un gesto
automatizado
de desprecio
sobre la pantalla retroalimentada.
Protocolos, letra pequeña,
caballo de troya de la felicidad
de un fluir ajeno.

Así, en el decorado de un mar tóxico,
escapar en isla.
Así, en la libertad pautada,
programada,
buscar la celda de la duración:
blindar la ósmosis
entre la persona que somos
y el individuo que fingimos ser.












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