Fotografía de Brian Oldham. Kafkiano como la vida misma. Los laberintos ya no son físicos: son edenes de cadenas invisibles. |
Es
este un destello domado ciertamente desmelenado. Lava léxica, erupción de ideas
desde su magma invisible. Raíz de avión en el viaje de lo efímero.
En
la inercia protocolizada, dejarse ser. Que las instrucciones interpretadas a
consciencia paralizan el mundo en su detalle infinito. Si el hombre no fuera un
lobo para el hombre, confiar aligeraría el peso de vivir. Pero somos clientes
de la felicidad y la libertad, costumizadas
para, además, aparentar una solvente fraternidad global. Los algoritmos
invisibles son hilos de títere que nos dirigen y fuerzan en las comisuras una
sonrisa ingenua, una mirada alegre.
Hay
una transparencia que es trampa de la opacidad más laberíntica. Una autonomía
con cientos de peajes de subcontratas. El hombre de Vitruvio, encarnado en un “youtuber influencer” hoy, vive asaetado
de cajones, dalinianamente, como un san Sebastián gozoso de sus dependencias
invisibles y siempre actualizables. Como los coches robotizados, desmecanizados,
los hombres, incultos en los “gadgets” que
dinamizan su estar, atienden a los indicadores de sus pantallas para saber que
algo no fluye, sin herramientas propias para devolver a su cauce el descarrilamiento,
la avería, la disfunción. “Empoderamiento”
que hipoteca ser desde el espejismo de lo contrario.
Un
universo vendido como ad personam pero
maquinado como ad quendam, tramado como
ad indiviuum. Con retórica de usado
(mejor que “empleado”) eventual y precario con exigencias contractuales de
fidelidad y sentimiento de pertenencia, desde la operadora telefónica que
promete lo que no va a cumplir. Tratamientos
reverenciales de “petit maître”, de
señorito y quídam. Que mientras se
alaba el talento, se busca el sujeto sin cabeza, la anonimia de nombre sonoro,
la fulanidad. “Somebody”;“nobody” :pero
con cuerpo cosificado, de goce de prostituta sin vocación. Así todo quisque
puede creer ser el alguien que quiere ser en un océano de crispación “soft”, entre unicornios y sirenitas,
ajenos al panóptico desde el que se proyecta la vida.
Fidelidad
al minuto absoluto.
Compromiso
con el instante sin raíz.
Miopía
de la petrimetría
que
mira el microscopio
como
si fuera un catalejo
o
un telescopio
sin
poder dejar de verse,
con
el retrovisor
eclipsado
de yo.
Es
una experiencia de futuro.
El
protocolo y los perfiles
son
el piloto automático del progreso.
Poliedria
con aristas de cascabeles.
Globalizarlo
todo
para
no ser en ningún lugar.
La
posibilidad del todo
atomizada
en el ansia de infinitas nadas.
Agasajar
como emperadores
a
los clientes,
lisonjear
a los turistas,
llamarlos
por su nombre
de
desconocidos
y
en ello despascualizarme,
ser
eslabón amable
del
negocio de vivir.
Las
instrucciones
de
la burocracia social
reclaman
ser algoritmos
de
intuición.
De
intuición animal 4.0,
de
genética heredada del futuro,
sin
lastre obsolescente,
a
una caricia de dispositivo,
a
un gesto
automatizado
de
desprecio
sobre
la pantalla retroalimentada.
Protocolos,
letra pequeña,
caballo
de troya de la felicidad
de
un fluir ajeno.
Así,
en el decorado de un mar tóxico,
escapar
en isla.
Así,
en la libertad pautada,
programada,
buscar
la celda de la duración:
blindar
la ósmosis
entre
la persona que somos
y
el individuo que fingimos ser.
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