Para Óscar Colomina Aranda,
por el rock que vibra en sus venas.
Después de una noche loca, de subida aún,
el sol les obliga a retirarse a sus aposentos familiares. Un cambio de rasante
y una curva disimulan la sorpresa del horizonte.
Control policial. En el claroscuro
malva, un señalero aeropuertario de carreteras indica aterrizar entre los conos
y las luces ámbar, junto al coche
patrulla. Otro agente, abanico cerrado de la mano buscando la sien, mira a los
ocupantes. “Control de alcoholemia, drogas y rocanrol”.
La conductora obedece y se mete el alcoholímetro
en la boca, después de liberarlo de su preservativo. Sopla: 0,0 g/l.
Disciplinada, pero algo más nerviosa, se deja trastear la boca para la muestra
indiciaria de droga. No hace falta una segunda prueba de laboratorio. Fuera de
sí, la conductora se revuelve sobre sí misma ante la compasión de sus amigos y
el ceño fruncido del guardián de la ley. “Le recuerdo que someterse a la prueba
es obligatorio. Negarse es delito y comporta pena de seis meses a un año de
prisión o prestación de treinta a noventa días de trabajos en beneficio de la
comunidad; privación del derecho a conducir de hasta cuatro años, una sanción
de mil euros y la pérdida de seis puntos”. Desenfunda, temblando, el
rocanrolímetro y lo introduce en su pabellón auditivo. Ante los ojos
desencajados del pastor uniformado del orden, suenan todas las alarmas.
La conductora y los ocupantes abandonan
el coche y, cabizbajos y al ritmo marcial de la obediencia, por el arcén, son
engullidos por la claridad atonal del
nuevo día.
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