lunes, 11 de septiembre de 2017

Infantilandia



 
Cojines y pantallas de la nueva intelectualidad feliz. Imagen de Arthur Ribera (Editada. Fuente: TOT Sant Cugat 1583, páginas 12-13)



          Seguro que estoy equivocado. Que soy víctima (rehén, mejor dicho) de mi cultura judeocristiana. Seguro que el progreso está en este nuevo humanismo de economistas y tecnólogos. Y seguro que los pedagogos petimetres han leído bien la jugada y se han puesto al servicio de los más altos ideales, del futuro, de la felicidad de los hombres del mañana que se pierden, como átomos de gas, en la construcción del hoy. Nada que objetar a las intenciones de la burocracia pedagógica, aséptica en su querer hacer al alumno centro del proceso de aprendizaje. Es evidente que lo importante es aprender y que enseñar es solo la excusa. Es evidente que estoy equivocado y que solo desde la motivación y el placer (que el sistema me incentiva a inculcar para que me motive a mí como docente) hay posibilidad de enseñar a aprender.

         Seguro que estoy equivocado porque soy del pensar de los tibios. Y el equilibrio, el justo medio aristotélico, solo tiene validez diacrónica: buscarlo en la sincronía (única posibilidad del yo) es una utopía sin horizonte. Seremos, pues, platónicos y educaremos desde las sombras de las pantallas, luchando por salir del confort de la zona misma de confort en la que inducimos a vivir.

El protagonista de la película educativa es, sin duda, el alumno y no  el proceso instructor. Un alumno que, empoderado, debe ser educado en la tentación de la tiranía. Como “zoon politikon” que somos, parece razonable (desde la razón y la voluntad) que aprendamos y enseñemos desde la cooperación y la sinergia. Animales racionales y, a la vez, uncidos a nuestras emociones, no es discutible que la motivación vertebre objetivos, finalidades y axiomas radicales en el aprendizaje. Después de la Revolución francesa, no podemos obviar que, potencialmente libres, fraternos e iguales en la diversidad, la educación debe responder a las demandas personalizadas para atender a las expectativas individuales que han de permitir realizarnos como personas. La facilidad no debe secuestrar el esfuerzo necesario para poder merecer ser felices: eso sí, sin desmotivar por la monotonía, el fracaso, la insatisfacción estéril, y la energía derrochada sin objeto. Hacer del aprendizaje un camino en el que la posibilidad de mejora esté en cada cruce y la metacognición de las decisiones parciales ayude a construir la autonomía personal da alforjas y autonomía para crecer y progresar. La transversalidad de los conocimientos (factuales, conceptuales, procedimentales y éticos), la horizontalidad,  enemiga de los compartimentos estancos del saber, ayuda a hacer personas competentes, poliédricas, políglotas. Educar para la vida, desde la vida, hacia un futuro que, por lo que se cacarea, solo ahora es incierto, es la receta, la panacea para prevenir, curar y compensar todos los posible males que contaminan y malvan la felicidad. Desde este presente, somos y formamos a los hombres y mujeres (género heterónimo que hay que “customizar” en “personas” –que siempre serán, etimológicamente, remedos de personajes teatrales, son sus máscaras-).

El cambio de paradigma es más que su verbalización. Hay toda una presión de difícil identificación emboscada en esa transformación. Con perspectiva histórica (siempre necesaria), comprobaremos que de las crisis siempre surge un nuevo orden y que toda generación necesita asesinar al padre para ser. Pero hasta ahora se aliaban con los abuelos. En esta frontera del progreso se siegan las raíces genéticas, se reniega de todo aquello que no permita justificar el innovacionismo innovicida. Sí, autoinmolante: en su propio diseño contiene la fuerza destructora que lo hace posible. Quizás sea el nuevo humanismo, un nuevo renacimiento liberador de los egos para construir el mejor de los mundo posibles que eclipse todos los intentos fracasado anteriores.

Cuando Rilke dijo aquello de la infancia como patria del hombre (en Los cuadernos de Malta o Cartas a un joven poeta) lo hacía desde la añoranza de lo irremediablemente perdido. Quienes, ingenuos perversos, pretenden manipular esa pérdida necesaria para hacerla expectativa vehicular del vivir (en fáustica condena que ninguna ciencia podrá hacer realidad por mucho maquillaje, “botox”, “Photoshop” o cirugía que invente) o son unos iluminados que tiene la llave del futuro y el conocimiento o unos estafadores que han montado el negocio de la piedra filosofal 4.0 de la felicidad. Se deja de ser niño. Eso sí, a una edad personalizada. Querer seguir siéndolo siempre enquista en complejo de Peter Pan, infantilismo e ingenuidad vulnerable. Otra cosa es, como afirma Baudelaire, aquello de que el genio es la infancia recobrada a voluntad. Desde el mar de la madurez, la isla de la infancia es necesaria. Infantilizar la educación, opino, no es un buen procedimiento. En el ciclo infantil, es evidente que “gamificar” forma parte del método. Pero, poco a poco, las unidades didácticas deben permitir hacer madurar a los alumnos a otros ritmos, desde otros andamios menos lúdicos. Y no hablo de disciplina militar. Ni de que la rigidez, la tristeza y el atenerse a un guion decimonónico pensado para disciplinar a obreros debe ser la rutina de las aulas. Ni, creo, la “nueva” pedagogía quiere eliminar el aula como núcleo de convivencia intelectual y socializante para, “flippep classroom”, “Whatsapp” o “Skype” como transición, personalizar la educación y permitir que cada individuo, autodicacta extremo, crezca dese su yo doméstico universal, ubicuo, globalizado (eso sí, en inglés)

         Abolir el modelo es una paradoja de una propuesta magmática orquestada desde la parrilla superior y las bambalinas de este teatro de pago que es hoy la educación. El alumno sale a pelo al escenario, sin haberse estudiado el papel. Debe improvisar en el marco que el maestro (¡qué palabra tan obsoleta ya!) ha diseñado para que de la construcción de su ignorancia crezca el conocimiento competencial. Sin memoria, disfrutando, con todas las coartadas neurocientíficas necesarias para que la eficiencia del aprendizaje sea máxima, poliédrica, satisfactoria, digna de aplauso y grabación inmortalizadora y efímera del reto logrado (en riguroso directo sin ensayo, “youtubeizado”) El alumno es el centro, sin traumas, atendido en su especificidad, en su personalización máxima, como una autonomía egocéntrica en el país de la colaboración, la sinergia y la simbiosis. Quizás, mientras recorre el corto camino de ese aprendizaje experiencial, se canse y se detenga un par de veces para “selfisificarse”. Que objetivarse para verse siempre permite desendiosarse al compartirse.

         El alumno es el centro. Eso está claro. Siempre lo ha sido, con mejor o peor acierto de métodos. Y construir, hacer, experimentar, motivados, es mejor que, sujetos pacientes, escuchar aburridos. Dos extremos interesadamente mitificados, como ese enseñar para la vida. Si la motivación es el motor, neurocientíficamente contrastado, del aprendizaje, toda unidad didáctica debe motivar para mover la voluntad de aprender del alumno. Traducido a realidad acaba siendo un chantaje educativo, un bucle que no le da alrededor al yo animal tirano. Un yo cuyas prioridades animales pueden anular a las intelectuales. Y tirar de la erótica del yo primario para ser en el yo intelectual hace imposible un camino que la tecnología ha diseñado para fingir avance.

         El maestro era modelo. Imperfecto. El maestro era punto de partida, contraejemplo incluso, enemigo contra el que crecer, a veces. Ahora la formación de los docentes parece que imposibilita esa situación. Para dar clase es necesario ser 80% pedagogo y el 20% restante ha de ser una amalgama de conocimientos poliédricos. La ciencia al servicio de la eficiencia pedagógica. La cultura, la raíz, despreciable y confusa. El inglés fundamental para caotizar aún más el proceso. La multitarea, ubicua, multicentrada y políglota ensancha el mundo de agujeros. Hay una coartada pedagógica que da alas tejidas por leguleyos a un desarraigo al servicio del sistema económico, que marca las pautas de la realidad. Este neohumanismo economicista, felizcéntrico, poblado de proyectos interdisdiplinares,  motivador, alentador de talentos, financiado desde la entrega del profesorado y el dinero de fundaciones privadas, todavía por contrastar, quizás mejore la calidad ciudadanas y cultural de las personas. Como todo o futuro es incierto y vive de la esperanza y la posibilidad. Lo pasado, en sus claros y sus sombras, es fácil de juzgar en su fracaso. 

         Sigamos, pues, en esta redención de la humanidad. Si los novecentistas,  personas racionales, trajeadas, rasuradas, sentadas como el pensador de Rodin, se opusieron generacionalmente a los bohemios simbolistas (desaliñados, barbudos, marginales, sinestésicos,  tirados en cualquier oscuridad), ahora son los cojines a los Silicon Valley y la multipantalla la metonimia de la nueva posición intelectual. Hay una nueva actitud intelectual sembrada de hipercomunicación y libertad, de improvisaciones geniales, de desprecio en el gesto de pasar pantallas (porque hay tantas que mirar que no da tiempo a ver), de arrellanamiento mental y físico, de emprendimiento, de burocracia “on line” que dulcifica el control del embudo, que la vaselina parece negar la endoscopia.Que sea para bien. Y que el mundo feliz que nos espera no sea el de Aldous Huxley. Como profesor quiero seguir siendo modelo imperfecto de modelos, desde la consciencia y el control apasionante y apasionador de una porción de cultura, no “punching ball” del nuevo sistema educativo.

         Si el mundo fuera siempre un jardín de infancia (no Disneyland, que ya es infancia manipulada desde la madurez), no habría progreso ni futuro tal como lo concebimos ahora. Confundir la felicidad de la ingenuidad infantil con la infancia como territorio eterno de la vida humana es un error. Y la educación deber estar al servicio de la humanidad real, no de su añoranza imposible de infancia. Cuando hablamos, pensamos. Y cuando pensamos nos vamos alejando necesariamente de la infancia. El árbol de la ciencia es lo que tiene: que queda muy lejos del árbol de la vida.




1 comentario:

  1. Pascual, comparteixo amb tu reflexió i preocupacions. Però lamentablement, no comparteixo el "seguro que estoy equivocado". Tot i això, em resisteixo a assumir el "si no puedes vencerlos, únete a ellos". Sempre confio en trobar escletxes des de les quals actuar

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