El mar no busca ser paisaje. En su rebelión ante las mirada domesticadora está el abismo de su encanto. |
“Cuanto
más mar, más vela” dice la voz popular. En un tiempo de marineros obreros, de
hombres que trasiegan con sus manos la condena bíblica, tiene sentido. Ahora,
en la travesía del nuevo paradigma, cobra otra dimensión.
Marina
Garcés (dulce bastión desde el que intentar entender el mundo ahora) se hizo
eco de esa sabiduría en el discurso que abría las “Festes de la Mercè” de este 2017 preñadas de densidad alegre como
una bomba. Asustarse ante la dificultad no es de marineros: el mar arbolado les
pide entrega, coraje, fuerza, saber estar (porque han aprendido a ser en la
tensión de los estares). Si el mar se ensancha, se hace grande su valor. El mar
se hace camino también así. La tempestad, las aguas bravas, la adversidad, piden
corazones fuertes, ánimo sereno, oficio.
También ha
recurrido al mismo ejemplo de la paremiología marinera David Fernàndez, para
matizarlo después con una cita de El
proceso de Kafka. Porque el mundo progresa, pero sigue habitando,
proverbial, en el refranero.
Pero esa
metáfora, me temo, tiene hoy, si la aplicamos al proceloso océano de la
pedagogía (metonimia a su vez la sociedad) un valor sustancialmente distinto.
Navegamos en un mar artificial. Sus olas, sus vientos, son antieco de los miedos,
proyecciones ficticias de lo que no queremos y provocamos. Las velas para
navegarlo no son marineras: las venden los mismos que agitan las aguas, los
mismos que trazan los rumbos. Más vela, cuando hay que enseñar a navegar a la
capa, a disfrutar del vaivén al pairo, a progresar a contraola, parece
incitación a hacer más pingüe el negocio. Quien teje las velas es un eslabón de
la cascadas de subcontratas de la nueva forma de globalización. El puerto no es
garantía de seguridad tampoco, ni da la solución. Hay que pagar el amarre a
gorrillas ocultos tras una aplicación. Crecerse en el castigo no forma parte de
los mimbres del andamio del crecimiento de ahora. Entre la sobreprotección y la
humillación intelectual hay otros mares que navegar. No hay mejor noray que el
que cada marinero ancla en su centro.
Hoy,
multidescentrados en un océano ahíto de centros (con apenas más alrededor que
el que los justifica) se hace necesario, abarloados o solitarios, equilibrar el
animal primario sediento de satisfacción y el racional contextualizador de las
urgencias. Y sembrar en el mar árboles de vida y de ciencia de los que poder
alimentarnos, sin pecado, libres, sin precio impuesto. Y que cada palo sepa
aguantar su vela.
Enseñar a
tejer las velas que pide el mar. Eso es educar. Pero en un mar de horizonte sin
trampas ni usura, abierto a la aventura. Con velas (o sin ellas), aprender a
navegar sabiendo que la base da la altura. Y que la realidad es ya su simulacro.
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