miércoles, 27 de septiembre de 2017

Mar y velas



 
El mar no busca ser paisaje. En su rebelión ante las mirada domesticadora está el abismo de su encanto.



“Cuanto más mar, más vela” dice la voz popular. En un tiempo de marineros obreros, de hombres que trasiegan con sus manos la condena bíblica, tiene sentido. Ahora, en la travesía del nuevo paradigma, cobra otra dimensión.

Marina Garcés (dulce bastión desde el que intentar entender el mundo ahora) se hizo eco de esa sabiduría en el discurso que abría las “Festes de la Mercè” de este 2017 preñadas de densidad alegre como una bomba. Asustarse ante la dificultad no es de marineros: el mar arbolado les pide entrega, coraje, fuerza, saber estar (porque han aprendido a ser en la tensión de los estares). Si el mar se ensancha, se hace grande su valor. El mar se hace camino también así. La tempestad, las aguas bravas, la adversidad, piden corazones fuertes, ánimo sereno, oficio.

También ha recurrido al mismo ejemplo de la paremiología marinera David Fernàndez, para matizarlo después con una cita de El proceso de Kafka. Porque el mundo progresa, pero sigue habitando, proverbial, en el refranero.

Pero esa metáfora, me temo, tiene hoy, si la aplicamos al proceloso océano de la pedagogía (metonimia a su vez la sociedad) un valor sustancialmente distinto. Navegamos en un mar artificial. Sus olas, sus vientos, son antieco de los miedos, proyecciones ficticias de lo que no queremos y provocamos. Las velas para navegarlo no son marineras: las venden los mismos que agitan las aguas, los mismos que trazan los rumbos. Más vela, cuando hay que enseñar a navegar a la capa, a disfrutar del vaivén al pairo, a progresar a contraola, parece incitación a hacer más pingüe el negocio. Quien teje las velas es un eslabón de la cascadas de subcontratas de la nueva forma de globalización. El puerto no es garantía de seguridad tampoco, ni da la solución. Hay que pagar el amarre a gorrillas ocultos tras una aplicación. Crecerse en el castigo no forma parte de los mimbres del andamio del crecimiento de ahora. Entre la sobreprotección y la humillación intelectual hay otros mares que navegar. No hay mejor noray que el que cada marinero ancla en su centro.

Hoy, multidescentrados en un océano ahíto de centros (con apenas más alrededor que el que los justifica) se hace necesario, abarloados o solitarios, equilibrar el animal primario sediento de satisfacción y el racional contextualizador de las urgencias. Y sembrar en el mar árboles de vida y de ciencia de los que poder alimentarnos, sin pecado, libres, sin precio impuesto. Y que cada palo sepa aguantar su vela.

Enseñar a tejer las velas que pide el mar. Eso es educar. Pero en un mar de horizonte sin trampas ni usura, abierto a la aventura. Con velas (o sin ellas), aprender a navegar sabiendo que la base da la altura. Y que la realidad es ya su simulacro.



 
Una esquina de Barcelona contiene la incontinencia domada hecha infografía y adagio.







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