miércoles, 28 de noviembre de 2018

Arquitrabes XXXIII: “Black Friday Life”


 
Piel, fachada del estar vacía de ser. Pellejo sin alma de consumidor feliz. Capilla Sixtina, "Juicio final" (detalle), Michelangelo Buonarroti (1508-1512). Fresco.





Detalle ampliado del Juicio final de la capilla Sixtina.  San Bartolomé: en una mano el cuchillo de su desollamiento; en el otro, la piel sin alma llena de felicidad comprada.


         Como la nuestra es un tragedia de esperpento valleinclaniano, esta reflexión sin catarsis (que en lo que “implementa· de trauma no es pedagógicamente correcta en estos tiempos buenistas), aparece filtrada por la ironía, esa sordina antiasertiva del contrapelo propia de estos Arquitrabes con sabor jaimegildebiedmano. Allá va.





         Sin las literaturas enmarañadoras de las redes que buscan coartadas para la oposición, maniobras como el “Black Friday” son la constatación de una realidad magmática de ígnea felicidad inconsciente.

¡Qué bonito es pensar, viral compulsión, que el “negro” de ese viernes nos esclaviza porque nos sojuzga como reminiscencia de las rebajas esclavistas después del día de Acción de Gracias “usaíno” (el neologismo es del maestro Ramón Buenaventura, por la usura de los U.S.A, quiero suponer –me hace pensar en “sarracenos”, en catalán, pero de barbarie conquistadora “civilizante”-)! Si la explicación es demasiado peliculera, quedan muchas otras. Por ejemplo, que la negrura no fuese étnica sino que nombrase lo negativo para los empresarios norteamericanos de las ausencias de tantos empleados que se tomaban un día, resaca festiva, después del de Acción de Gracias. O del color positivo del beneficio, negro, de las ganancias de la festividad del macropavo con banderita que permitía a los negociantes salir de los números rojos. O ese caos de tránsito, por las compras o por un evento deportivo, con que el New York Times nombró como “negro” el viernes del 19 de noviembre de 1975. O, más estructural, hay quienes lo cifran en la bancarrota de Walt Street del viernes 24 de septiembre de 1869. Literatura sin valor literario. Hablar por no callar como diría mi tía Encarna.

El viernes negro es una tradición (¿tradición?) norteamericana, de esa americanización ecuménica que nos hemos tragado con anzuelo y todo, en la que los comercios bajan los precios de los productos que exhiben. Parece que hay que ser muy tonto para no aprovechar la sinecura, que hay que ser muy gilipollas si no se goza con la prebenda que casi te llevan a casa (si tienes tarjeta de crédito o débito) ¿Quién es el imbécil que no va a beneficiarse de las oportunidades de este evento para hacer sus compras navideñas? “Jesús, en el pesebre, se ríe porque está alegre” (rezaba un anuncio de muñecas español de los setenta).

Pero un viernes negro candy se queda corto para tanto “stock” de felicidad. Tampoco satisface la demanda su exportación a una semana negra: de lunes a domingo comprar lleva a los compradores a la jauría que debe de ser el cielo. Por eso se hace vital un “Cyber Monday” en el que mondar la economía a ritmo binario y feliz. El mercado no ofrece: oferta. Todo es un saldo imprescindible.

Y sigue sabiendo a poco. Todo el año debería ser “Black Friday”. La estafa quedaría oculta tras el consumo feliz. Así, los adolescentes (hombres y mujeres, ciudadanos del mañana) pueden salir a pasear por los centros comerciales como quien se da una vuelta por el campo, la playa o la montaña con el “cash”, la tarjeta o el “paypal” usurpando a la belleza del paisaje. La caverna de Platón, ya lo vio Saramago, es un bariortocentro comercial.

La sociedad reclama un “Black Friday” de toda la vida, para que el valor añadido sea su contribución, religiosa, al nuevo dios que da placer en la transacción de cambiar el valor por el precio que se puede comprar. Los que no tengan, que pidan una beca o vendan los órganos prescindibles para seguir vivos como consumidores consumidos de oportunidades no aprovechadas.

Cada oferta es la evidencia de una estafa. Cada rebaja es la constatación de la usura del precio no rebajado. La banca siempre gana, al detalle o al por mayor. Sus cálculos son de una dimensión algorítmica, no humana. Los consumidores seguimos siendo mujeres, hombres, adolescentes, niños, niñas y viceversa. El mercado es uno: un universo de intereses asépticos de individuos con gula económica que explotan a las personas.

El viernes, como víspera del edén del “weekend”, regala a la humanidad la posibilidad de felicidad que contiene la contingente tarjeta de crédito. Nunca el petróleo (tradición natural enquistada en la madre Tierra) tuvo mayor repercusión humana. ¡Tonto –perdón por la falta de inclusión- el último, que se queda sin nada, por tonto –perdón, bis-!

Esclavitud de arcoíris feliz de la economía de mercado de viernes negro de algarabía blanca. Los mercaderes del templo subvencionan las reformas para que se mantenga sin derrumbarse sobre los clientes que se creen personas centro del universo y solo son clientes a los que prestan en vivo la felicidad que cobran, con intereses, en hipotecas en diferido.

Viernes negro anual para timar de felicidad luminosa (de "leds" ecológicos)  la vida que nos prestan a intereses pagables en cómodo plazos (fuera de la zona de confort).

     
Alegría sin fondo del comprar: todo pantalla plana de consumir como individuos comprados como personas con talento.


    




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