sábado, 7 de julio de 2018

Gentificación


 
Contaminación social de la alegría de viajar


Yo y ellos.

Alegría de aeropuerto. Trajín de maletas, taxis y trámites para colonizar una porción de mundo lejano. Cuanto más lejano, más alegría. Porque el mundo que era ancho y ajeno ahora es todo nuestro, al alcance digital del “low cost” de turno, de aviones lanzadera que ya son autobuses. Realidad del deseo. Deseo saciado con realidad. El destino secuenciado en destinos. Animalistas y ecologistas queman queroseno para ejercer su panaltruismo ecuménico: compran a granel con su capazo, queman combustibles fósiles contaminantes y pasean en esos centros comerciales de las salas de espera de la impaciencia viajera.

Sin lujos. Un pisito alquilado en el centro mismo de una ciudad en la otra punta de la Tierra. Una compañía se lo ha puesto fácil y barato. Conviven cuatro días con nativos auténticos y compran en sus colmados tradicionales. Unos llegaron con mochila y otros con maletas de ruedas que hieren, sonoras, las baldosas.

La gentrificación llega después. Lo primero es la gentificación. Las personas se vuelven gente. Las especies invasoras, activadoras de la economía y depredadoras alegres de la vida autóctona, hieren de egoísmo global los barrios populares y los transforman en decorados de franquicia y “souvenir”. El viajero busca lo auténtico y la usura de su voracidad le vende un simulacro. Quedan los monumentos: expulsan a los habitantes. El poder adquisitivo de los efímeros pobladores desplaza a la población original y, como en el oeste americano de Tabernas, la apariencia de la fachada se hace pasar ante los objetivos de los móviles por sus interiores. Degradación de población a elitización residencial, de personas a clientes turistas.

Ellos soy ya yo. 





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