Su obesidad no se apreciaba por fuera.
No se le notaba si no hablaba, si lo veías de lejos paseándose. Vivía
sobrealimentado de ego.
Con el confinamiento no había ocasión
de cruzárselo por el barrio. No hasta el domingo pasado. Subía por la avenida,
enguantado y enmascarado, muy dandi en su disfraz aséptico. En la intersección
de miradas, por encima del cubreviasrespitarorias, lo vi colosal, más
ensimismado que nunca, más gordo por dentro.
Pensé: “como dure mucho esta situación va a reventar. El efecto turbo de su
aliento en la mascarilla, el exceso de yo alentado por él mismo en cada
exhalación inhalada, lo va a matar de éxito”.
La televisión local dio el miércoles la
noticia:
“El ciudadano D. O. M.,
protegido y protegiente con su mascarilla y sus guantes homologados, cayó el
domingo 12 de abril sobre el parterre de la avenida Icaria después de haberse
elevado unos cincuenta metros, según un testigo y su perro, y de rebotar, ya
cadáver, sobre el césped. El equipo de emergencia sanitaria ha referido a esta
redacción que el impacto, que lo reventó, no le desfiguró una inquietante
sonrisa de autosufiencia complaciente”.
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