Para
Ángela Moriana Vico
En otras entradas
de este horno de Limbos he hablado de
paronimias, de palabras que gritan su riqueza cifrada en el uso, en las
correspondencias agolpadas en cada pronunciación. Esta vez es el esnobismo el
que se apresura por nombrar para cambiar. Los petimetres no gozan la herencia y
se esfuerzan en mejorarla, en adecuarla sin arrebato a la necesidad. La moda
fagocita las palabras y las hace regüeldo que, normalizado, es arqueología
obsolescente y efímera de la usura hasta hacerse emoticono léxico, moneda de
cambio sin valor en sí. Arqueología porque todo deja su huella, incluso lo que corre como si volase para llegar al no
llegar.
Dos
palabras nos convocan. Dos palabras y una perversión normalizada. Dos palabras
y las que acuden al eco del agravio.
compartir
Del lat. compartīri.
1. tr. Repartir, dividir, distribuir
algo en partes.
2. tr. Participar en algo.
compañero,
ra
De compaña.
1. m. y f. Persona que se acompaña
con otra para algún fin.
2. m. y f. Cada uno de los
individuos de que se compone un cuerpo o una comunidad, como un cabildo, un
colegio, etc.
3. m. y f. En varios juegos, cada
uno de los jugadores que se unen y ayudan contra los otros.
4. m. y f. Persona que tiene o corre
una misma suerte o fortuna con otra.
5. m. y f. Cosa que hace juego o
tiene correspondencia con otra u otras.
6. m. y f. coloq. Persona con la que
se convive maritalmente.
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Leo, otra
vez, en un correo electrónico:
“Os comparto los links bla-bla-bla…”
¿Yo
comparto *a vosotros esto? ¿Yo comparto *para vosotros esto? Aterriza en mi
cabeza un diálogo de La vida de Brian
en su versión castellana: “Gente llamada
romanos ir la casa” (“*romanes eunt
domus”) en vez del “romanos, marchaos
a casa” (“romani ite domum”) de
la intención del mensaje. Pero al revés:
del presente a la urgencia del futuro. Nos estamos dejando invadir por una
retórica incruenta que, como el agua que se filtra en la grietas, se hace hielo
y revienta el edificio de la lengua. Sin mala intención, por inercia. Porque la
lengua debe evolucionar, porque no vamos a empecinarnos en ser inmovilistas
conservadores melancólicos, porque estamos por el progreso, ¿no? Basta con
estudiar un poco la historia de una lengua, con pasearse por la gramática
histórica o la etimología para comprobarlo. (¿Hay interés ahora por historiar
esta lengua nuestra de cada día? ¿O, como su valor es competencial, como es un
medio, podemos hacer con ella lo que queramos desde el relativismo hacia la
dulce agonía sin estertores, con emoticonos en inglés reguetoneando su
réquiem?).
“Compartir”,
etimológicamente, distribuir a todos, con el “con” de juntar y el “partire”
que divide. Distribuir algo en sus partes. Compartimos algo con alguien. La
preposición “con” es el puente entre
el verbo y quienes, complemento, disfrutan conjuntamente de las partes
repartidas con ellos. El amor, que todo lo puede, puede ser tan generoso que
nos induzca a compartir sin “con”: ellas comparten el amor de él. Y lo
compartido, sin preposición mediando, se hace complemento directo por amor.
“Comparte el pan con
sus compañeros”.
Amorosamente pleonástico. “Compañero”,
etimológicamente, es quien comparte el pan, quien come de un mismo pan
repartido, hecho partes. La “compañía”, pues nos lleva a la “comunión” (de comunicar,
eucarísticamente –ese agradecimiento al aire de la bendición-) o al ejército, a
lo religioso (ese ligarse con fuerza a una idea) o a lo bélico: en la liturgia
o en la campaña se comparte el pan, el sustento espiritual o nutricio.
Pero ahora
compartimos algo, hacemos partícipes a quienes estaban al otro lado del “con” de lo compartido, mutado ya en
complemento directo y haciendo complemento indirecto a los que reciben lo
compartido. “Compartir” vale ahora por “enviar”, por “permitir ver”, sin
partes, sin distribución: un emisor lleva hasta un receptor singular (“te comparto”) o plural (“os comparto”) una información. No somos
compartidos como destinatarios: el emisor nos hace llegar su mensaje. Si soy yo
quien desde una dirección de correo electrónico quiero compartir conmigo un
documento me diré: “*me lo comparto” y no “lo
comparto conmigo”. *”El emisor comparte algo a su amigo”.
Suena muy raro, pero lo raro lo es por ser nuevo, quiero suponer (por no poner
freno a la feraz inventiva de la retórica de la novedad). La comunicofilia
compulsiva con tendencia al cartón piedra fallero tiene estas cosas que los
lexicólogos futuros (¿los habrá en una lengua que no sea el inglés o sus
vástagos emoticonográficos?) estudiarán sin asombro de pura asepsia cultural.
Y claro,
por contaminación simpática, clonamos el tic lingüístico y la propia inercia
justifica con el argumento falaz de la democracia del uso generalizado otras
mutaciones como “contactar”:
contactamos “con alguien” o “a alguien”.”Ponerse en contacto con alguien” pide demasiado esfuerzo: “contáctanos” suena mucho mejor, ¡dónde
va a parar! Cuando el modelo de belleza lingüística lo marca el inglés
comercial (no el de Shakespeare) casi todo se comprende.
Pongamos
de cara al futuro. Hipotequemos la lengua: lo importante es la comunicación. La
comunicación eficiente y eficaz. La economía léxica. Demos velocidad a las palabras,
acortémoslas, emoticonicémoslas, démosles la agilidad prosódica del inglés. Hablemos
sin estilo, sin más gramática que la que a cada uno le parezca útil. “Whatsappeemos” la expresión ¿Para qué trabajar
la tiranía de la regla? ¿Para qué tanto escrúpulo ortográfico? ¿Para qué la
belleza de la palabra, de su sonido, de su acento y caligrafía? Las lenguas
cambian, como todo. La resistencia al cambio es esencia misma de la evolución
de un idioma, el lastre que mejora la dirección del rumbo, la calma que funda
la lengua que ha de seguir siendo. El castellano es una degeneración natural
del latín: veinte siglos nos separan. El patrimonio de filigranas,
correspondencias y emociones culturalmente entrojadas puede, en pocos años, por
descuido, por desamor, por desidia y por prisa, acelerar un proceso motivado
por intereses que poco tienen que ver con la cultura humanista, aunque nos los
vendan disfrazados de la pedagogía de la felicidad pixelada, entre las
banderolas “bannerizantes”, gallardetes de facilidad, faralaes de libertad y
encaje de bolillos de prometedores algoritmos. Esta es la retórica hiperventilada del presente.
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