Entre quienes glosan la realidad
nuestra de cada día hay una especie que aunque se pudo dar en otros tiempos hoy
es más necesaria que nunca. Una especie que por su propia naturaleza vuela
libre y distinta entre las páginas de los diarios o de los libros. Son
escritores independientes, sin pelos en la lengua ni mucho lastre en el
prejuicio que opinan desde un pensamiento crítico personal que tiñe sus
posicionamientos en una gama cromática que va del cinismo a la ironía, pasando
por la sorna, del zasca a la ternura, arañando postureos y lameculismos, y nos
lleva del cabreo a la filantropía sin casarse con nadie. Su mirada no deja
indiferente al lector y la chispa de su ingenio puede ser dardo o pluma. Estoy
pensando en Sergio del Molino. Pero también en Juan Soto Ivars.
He leído La piel y he disfrutado en la complicidad interbiográfica de su
escritura. Lo que a nadie le importa
(2014) o La mirada de los peces
(2017) ya están en ese camino de presentes rememoradores desde la inteligencia
contemplativa de la pasión. Un abuelo o un profesor de filosofía suicida son
palos del pajar de la ficción autobiográfica que no trae una España que ya ha
dejado de ser. Decir que su estilo es personal declara en su dilogía la
potencia de la atracción que sus libros provocan. Hay algo de ensayo también:
ensayo novelado autobiográfico. Como hace Álex Chico en Los cuerpos partidos. La España vacía que Sergio del Molino retrata
en 2016 fue revelación de una evidencia social y política. La piel confirma que ha inventado un género literario: el
columnismo narrativo. Los Lugares fuera
de sitio (premio Espasa 2018) también son una declaración de principios:
hacer de las piedras en los zapatos, de la incomodidad que desautomatiza las
inercias de las opiniones, una forma de vida literaria. Dar puñetazos al “mainstream” para despertar de su
hipnopedia a los lectores, a los que trata siempre como mayores de edad, sin
dogmatismo. Divertimento trascendente, el humor sin humos es parte del
aglutinante de su literatura. En las píldoras paralelepípedas de sus columnas
de opinión en El País (con la
realidad televisiva como coartada), en
sus ensayos, en sus novelas, en sus comentario de la actualidad en la radio.
El confesionalismo fingido de la poesía
de la experiencia (con Robert Langbaum, Jaime Gil de Biedma o Carlos Marzal
como referentes) adquiere en el columnismo narrativo de Sergio del Molino una
vuelta de tuerca literaria. La autobiografía en la prosa, desde El Lazarillo, cultiva el equívoco y la
complicidad del lector en ese juego de espejos trampantojil. El mundo real y el
mundo imaginado de la ficción son voz y eco, eco y voz, osmóticos, biyectivos y
recíprocos. El yo es una entidad narrativa jánica que relata la alteridad del
yo y pone en práctica un estilo directo en que la retórica se parece mucho a la
vida. Por eso es tan atractivo: expulsa la retórica hueca y campanuda y la
sustituye por una retórica imperceptible con ilusión de diálogo de verdad.
Sergio del Molino imagina la realidad: la persona, el personaje y el escritor se
funden en una entidad fértil y cercana, hable de lo que hable (de una serie de
Netflix, de Stalin, del Negro de Banyoles, de su hijo, de Cindy Lauper o de
Nabokov; de la iconoclastia o de la psoriasis; de Sochi o de una plaza de
Zaragoza). Desde la impostación real conoce la evidencia: el lector lo va a leer
todo como ficción porque no conoce la verdad de las causas literarias: es
necesario escribir bien para que la experiencia de realidad escrita obre el
milagro al ser leída. Lo real y lo falso, la verdad y la mentida se cruzan en
la experiencia literaria de sus textos. ¿Autoficción?: ¡Literatura! Como dice
en su curso de escritura autobiográfica, podemos ser cronistas de nosotros
mismos con proyección ecuménica: “Escribir sobre la propia vida es escribir sobre
todas las vidas posibles”. La suya es, pues, una narrativa de la experiencia,
un juego de creación universal autobiográfico con un corazón de columna de
opinión trascendida. Digamos que sergiodelmoliniza una práctica literaria de
amplio espectro y varia concreción: Vila Matas (Ordesa y Alegría), Héctor
Abad Faciolince (El olvido que seremos),
Miguel Ángel Hernández (El dolor de los
demás), Agustín Márquez (La última
vez que fue ayer), Carlos Barral (Penúltimos
castigos, Años de penitencia, Los
años sin excusa, Cuando las horas
veloces), Francisco Umbral (Mortal y
rosa), Álex Chico (Los cuerpos
partidos), Avelino Hernández…
El “Efecto realidad” de Roland Barthes
y el “Correlato objetivo” de T.S Eliot puestos al día. La portada de La piel es la piel del cuerpo del libro.
Un detalle del autorretrato de Joseph Wright of Derby (1765-1768) presenta la
fractalidad metonímica de la metáfora googlearthatiana de ser criatura y
creador y viceversa. Sangre y palabra: palabra y sangre.
Catorce capítulos independientes, bajo
la misma piel, conectados por los guiños entre ellos y con la psoriasis como
columna vertebral e hilo enhebrador de las partes. De la monstruosidad paternal
en la incredulidad sabia del hijo (“Las brujas no exixten”) hasta la reconciliación epidérmica que permite
una nueva relación paternal (“La costumbre”). Entre la presentación y el cierre
argumental, doce historias preñadas de historias y mucha historia, mucha sabiduría en píldoras
que trufan la narración de narraciones. Sergio del Molino afina la ironía: ese
rasgo vital y literario puntual en sus columnas (que a veces son picotas) es en
la novela medular. Lúcido, mordaz, cáustico (tanto como sensible), obliga al
lector a armarse de un lápiz o a hacer papiroflexia con las esquinas de las
páginas para poder retener la antología de pasajes memorables, entre la
ocurrencia y la reflexión filosófica o dermatológica.
Si la psoriasis es una anomalía
genética que produce más células epidérmicas de las que necesita el cuerpo, la
prosa de Sergio del Molino es, en su exceso de ingenio, un placer que solo
producirá prurito intelectual y media sonrisa burlona y cómplice en quien
recree sus ojos en la piel de las
páginas de su novela. Aunque solo fuera por eso de “La Edad Media griega”
de la piel (la que nos hace naufragar desnortados entre el “amor maternal asfixiante
y el sexo”) o por la precisiones léxicas sobre la adecuación narrativa del
nombre de los genitales, el baño de realidad en la ficción que nos regala ya
tendría sentido. Pero es muchísimo más, como podrá comprobar el lector que
quiera dejarse acariciar por el tacto literario de Sergio del Molino.
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