Fotogramas de Viridiana de Luis Buñuel (1961) |
Las
mierdas en el alféizar presagiaban la tragedia. Todavía no zumbaban las
cigarras pero había en el aire un rumor sordo y magmático que lo teñía todo.
Llovía migas de pan desde el cielo de
un balcón superior. Desde la plataforma humanitaria del cuarto. A veces también
llovía cereales del desayuno. Maná para el desamparo y la intemperie de gorriones
y palomas. Al principio el suelo y los balcones subordinados permanecían nevados
algunas horas. Después casi no llegaba el alimento al suelo. A los gorriones y
las palomas se sumaron urracas nativas y cotorras inmigrantes. Y algún mirlo
necesitado. El edificio era la Cáritas ornitológica del barrio.
Aquel reportaje en la tele había
removido las entrañas de la niña. Palomas muertas por falta de comida. La
pandemia había retirado de las calles a los benefactores de su subsistencia y
no había movimiento en los bares ni sobras. No había a quien robarle el
sustento. Desde el día del dardo en el corazón, la niña montó su oenegé y
consiguió hacer del erial un zoo de gorjeos, zureos, arrullos, graznidos y
parloteos. Y de cagadas.
La siembra de caridad nutricia dio
derecho de pernada a todos los vecinos, que ya podían sacudir sus manteles con
premeditación y alevosía, sin mala conciencia vecinal. La bacanal pajarera estaba
servida. Cada especie tomó posición en el edificio que era ya un teatro de la
alimentación y de la defecación. Desde sus palcos, las palomas se sabían las
privilegiadas, tanto que intimaron con las intimidades de cada casa y se atrevían
a entrar por las ventanas a elegir a su
gusto el manjar: el verano llegaría y las casas francas serían restaurantes a
la carta y podrían dejar de comer de menú.
El ritual tenía sus horarios. Palomas y
urracas conocían sin saberlo a Pavlov y a Schrödinger.
Un vecino, cansado de limpiar las mierdas
de su ventana (con voluntad ya de gallinero a diario), llamó la atención en forma
de recriminación asertiva a la madre de
la niña. El hábito hace al monje y la costumbre adquirida a la rutina como
droga. La lluvia de pan siguió y el festín de Babette cuajó en su orgía de ingesta
y deposición.
La niña de fue de colonias de verano y
dejó de llover pan. No había libro de reclamaciones. Su abuela dormía en la
habitación contigua a las cataratas de generosidad nacida de la compasión y la
empatía. El hambre animaliza al más humano de los seres.
Una semana sin sopa boba. Seis de la
mañana de un plácido día de junio. Todas las ventanas abiertas de par en par,
generosas en tragar el aire que va instalando el verano en la vida. La abuela abre los ojos.
Ya no podrá cerrarlos. Una paloma pone sus garras en la frente de la madre de
la madre y, en hipérbole cinética de su caminar, sin moverse, lanza la cabeza
contra el ojo derecho. Picotazo preciso y eficiente: perfora el párpado, que se
abre en espasmo, y ensarta el globo ocular que desnuda la cuenca de vista y la
llena de silencio y sangre. En las brazadas de la anciana, diez palomas entrar
en tropel a enriquecer la coreografía. Una de ellas, la más joven (y unípeda),
aprovecha la visión franca y desconcertada de la abuela para hacerse con el
segundo ojo. El nervio óptico se resiste a dejar su cuenca y persiste en su
raíz pero otra paloma corta ese cordón umbilical con la visión del mundo.
Gritos y sangre en las sábanas entre
batir de alas que quieren más. La niña duerme plácidamente en su litera oreada
por la brisa marina. La madre está tan entregada a la víspera del orgasmo que
no oye más que los vaivenes de su dejarse ir.
Revuelo y aleteo. Los mendigos y
tullidos de Viridiana, palomizados,
ajenos a su entidad de Espíritu Santo, se cobran la justicia universal por sus
garras y sus picos. El pichón del muñón piensa mientras escapa de los manotazos
al aire de Tiresias: “son várices: no es lepra”.
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