PONCE,
Gabriela (2020). Sanguínea. Avinyonet del Penedès (Barcelona): Candaya,
66.
Verborragia
de fluidos desde el útero de la palabra: remolino del magma vital en que
fluimos. Un libro como órgano corporal con treinta y nueve esfínteres (el
cuerpo tiene unos cincuenta, sin contar los millones microscópicos de los
capilares). La muerte los relaja para que fluyan libres los jugos humanos: la
vida regula el tránsito de unos espacios humanos a otros desde esos anillos que
abren y cierran la ósmosis del adentro y del afuera. Desde el esfínter de la
pupila entra en el cuerpo de nuestra mente Sanguínea
de Gabriela Ponce, desnuda y en patines. La piel la pone la editorial Candaya
de Olga Martínez y Paco Robles, centauros entre la cirugía plástica no invasiva
y la artesanía estética del editor de incunables.
Telúrica.
Llena de grumos. Entraña humana en la entraña del cosmos. Cifra física y léxica
del arcano. Un remolino de musgo, arcilla, sangre y semen. Intimidad abierta
desde la ventana de la herida que es dolor y placer, simultáneamente. Entropía
de constelaciones bajo la bóveda celeste perimetrada de piel y adicta al tacto,
víspera de la solución al agujero.
Un libro
que tiene su propia música. Pero que se extiende más allá de sus 157 páginas en
la Caverna mágica de Andreas
Vollenweider, bajo los árboles, en la cueva de ser entre pasos y humedades. Que
también vive, sonora, en el hueco de “El breve espacio en que no estás” de
Pablo Milanés. Como Valle-Inclán, Gabriela Ponce eleva la cursilería de los
culebrones telenovelísticos y de ciertas canciones a una categoría estética
superior. El esperpento de Gabriela es Sanguínea.
Su “playlist” de Spotify pone la
banda sonora del libro: Agustín Pantoja, Enrique y Ana, Daniela Romo, Leonard
Cohen, incluso. Amor con sabor a Choquilla, que viene a ser la Nocilla
ecuatoriana. La alarma del deseo no cabe
en la glándula pineal cartesiana: el desorden tiene nombre de satisfacción con
un cincuenta por ciento de placer y un cincuenta de fracaso. La crisis que es
siempre existir sintiéndose existido late en el corazón que bombea la sangre hacia
clítoris, el pene y la lírica vital del pensamiento. Sangre coagulada en el
estuario de la menstruación. Sangre fertilizada en la gestación. Fluye la
pérdida: cuaja el engendro. Y en la cuadrícula social, se rompen los esquemas
que crucifican el deseo y lo hacen estigma que necesita ser empaquetado,
cosificado, hecho proyectil de catapulta entre los cuerpos que se desamaron.
Hay en Sanguínea una épica del goce
desde sus contraluces, desde la paradoja. Vomitar y tragar, osmóticos. Placer y
asco vitales para seguir siendo. El amor como titular cursi de telenovela para
enmarcar otra cosa, otro sentir más personal, más animal. La soledad es un
espacio compartido preñado de vísperas. Reverbera en la entraña el nosotros.
Urgencias
y alivios. Libido y necesidad. Vísceras y razón puenteada por la enajenación
sensual, con el deseo y el alcohol como enzima trasmisor entre orillas. Enzima
que precipita en el alambique de la palabra lírica narrada. Desear que el pene fláccido
dentro de la vagina vuelva a su rigidez sanguínea es mucho más que la segunda
escena de un mismo acto de la obra que es el sexo.
El espacio
entre los cuerpo se llena. Se llena porque se acercan, suaves unas veces,
embistiendo otras, y el vacío ya es solo un espacio entre la falta de espacio.
“Horror vacui” que urge: desde su
campanario del deseo llama al tacto, a la ocupación pacífica y por amor.
Tripofobia que se satisface con la ocupafilia de los agujeros y el silencio. El
cuerpo es un panal que reclama la abeja del deseo. La carne rellena los huecos
y las lágrimas lo inefable. Todo tan efímero y provisional como urgente.
Agua,
fuego, tierra y aire. Y sangre. Vagina y
boca. Vida invaginada al ser nombrada como un respirar en el cuello, desde
fuera y desde dentro. Humedeciendo de voz los recovecos con el tacto y la
palabra susurrada. Risa y llanto. Ausencia presente y presencia ausente. Belleza del cuerpo con hambre. Conjuro
telúrico de ser en el ser y el dejarse ser: la canción de cuna de la mortaja
del orgasmo. Causalidad de la simple contigüidad y conjunción necesarias. “Cuando me desnudo, me enamoro”:
transparencia de las vísceras que, peristálticas, bombean amor teñido de
cursilería trascendente, con el corazón y el cerebro sensible como motor y la
vagina como desagüe y puerto de embarque. Plétora exangüe. Manos que hacen el
amor con la babosidad visceral del pulpo con pelos en el pecho. Sexo en el
arrullo del lodazal.
“El hueco como una órbita” con su
alrededor sobre la nada. Rodillas remelladas. Paredes desportilladas para
amparar la algarabía del vórtice, para encauzar el Maëlstrom hacia ese centro
sin nombre en el que se pierde en el encontrarse, entre retortijones, vómitos,
mocos y succiones. Labios como órbitas del adentro, como esfínteres de la
ósmosis más humana. Dedos como vergas. Vergas como dedos del braille del amor.
Labios como la oquedad de la concavidad de la cuchara del chupar. “El vacío siempre gana” y hay que aprender
a llenarlo, de amor, de deseo o de hijo. Dolor y alivio de la paradoja de
querer seguir siendo.
La sangre
(fluyendo –líquida o en coágulos-, alimentando la vida ajena, visible –en paños
higiénicos, precedente escandaloso de los tampones- o invisible en su azulear
epidérmico) es la columna vertebral del relato, su cable volatinero, su cuerda
de tender la ropa de ser entre el origen y el destino destilado en ser sangre.
Sangre de origen, femenina, humana, ontológica. De narradora oral que escribe
en torrente. De voz de mujer que nos habla, que dialoga en ecuatoriano para el
mundo. La lengua como víscera. Lengua que habla y lame los pezones de quien
toca sin llegar a tocar del todo, del tocar que es víspera y umbral del tacto.
Dedos de guitarrista sin nombre de hombre. Como los pies armados de patines que
acarician el suelo con la velocidad roja sobre el hielo blanco que podría ser
lodo y es la arcilla de la cueva. Una cueva con una habitación prohibida por el
resplandor albo de su asepsia. Sangre y tierra, no luz y normas. Menstruar y
eyacular como una dirección en dos sentidos que empiezan y acaban en ella.
Desgarro y
agarre transidos de deseo y de dolor. De culpa y de redención. De penetraciones
entre lo cóncavo y lo convexo. Transverbera en fisiología el alma. La casa
cueva del hombre, el hogar sin fuego de la vivienda hueco de la protagonista
quedan en el lado de allá, en el adentro. Son dos formas de adentro posibles:
fértil la primera (en su no cuajar y en su cuajar); estéril la segunda (en su
aborto o en la violencia de la soledad sajada). Y un solo afuera. Lejos de
Quito, en la España de Madrid y Bustarviejo, el poeta, hombre M, media para que
lo engendrado en la caverna que hincha la carne de ella sea la felicidad
maternal de unos padres nórdicos. Entre
la primera dimensión y la segunda (página 123), la elipsis de una lágrima. O de
una gota de sangre menstrual que no es. O una estalactita del hogar del hombre
de la cueva. El hueco era pérdida roja. El hueco es embrión. El hueco volverá a
ser hueco y, ante el mar, el aire del miedo a volar volverá a llenar con su
fuelle los interiores desde el afuera más desamparado, desde la intemperie más
cálida e implosiva.
Consciencia
de la cursilería genuina. Trascripción ordenada de lo pensado, en cursiva, como
epístola o diario. Contradicción en la armonía de contrarios valleinclaniana
que es síntesis positiva, que es vivir en el mapa del cuerpo, con sus válvulas,
sus afluentes y sus estímulos ajenos al atlas y a la taxidermia. La humanidad
como Frankenstein necesario que orina sobre la nave preñada de semillas de una
chirimoya. Lametones de loba sobre la cabeza del aborto. Parto de madre.
Invención del padre. Hijo mamífero en el caudal lácteo de pechos secos. Sexo
que se debate entre la esterilidad, la responsabilidad social y la fertilidad
del deseo del hueco. El olor a orín de gato metamorfoseado en aroma a canela.
Reconducción del atanor. El pálpito sigue hablando desde el silencio.
Una crisis
matrimonial engendra en su ínterin una coreografía femenina de hombres sin
nombre. El ex marido, el M de la correspondencia y su amigo argentino y el
hombre de la cueva protagonizan el silencio que alimenta su vida de mujer que
sangra y desangra. Entre los hombres de sombra, el niño que le lamió la vagina
de niña en el rincón en el que se perdía para ser encontrada. Entre
desconchones en la pared de arcilla, agrietada en sus capas superpuestas de pintura,
como piel o epitelio en que sentir el presente en que se agolpa lo que dejó de
ser y lo que todavía no es (abuela y hermano muertos, su amiga patinadora María,
el hijo de su entraña desentrañado y alejado de su nido). El hueco como una
agalla que abanica la nada en el vaivén del placer al dolor. El amor que
alimenta el hambre del mismo amor. El mioma que habita, gemelo al hijo danés,
en su útero. Coágulos como ese nudo en la garganta perpetuo que, como
protagonista de su propia telenovela, la hace llorar en casi cada página. Llora
el niño al nacer: sus dedos, al abrirse paso, le estimulan el clítoris. Es sangre
de su sangre que sale, pero no será su hijo.
Esto no es
una reseña: es un diálogo con la novela de Gabriela Ponce. Epifanía de la carne
que puede ser el cuerpo de un libro con sangre de palabras. Conmovido,
hembrizado por el caos de este espasmo literario de hombres que son sombras sin
nombre y mujeres que son tinta de sangre, salgo del útero de sus páginas,
lector parido y alumbrado sobre los patines carnales de la palabra de Gabriela
Ponce.
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