(Punto de fuga hacia el encontrarse
en las fronteras)
“Ir
y quedarse, y con quedar partirse,
partir
sin alma, e ir con alma ajena,
oír
la dulce voz de una sirena
y
no poder del árbol desasirse”
Lope de Vega
Lope
de Vega hablaba, barrocamente, de amor. Álex Chico también. Amor como
entelequia teatral. Amor como deuda social. Los
cuerpos partidos (Candaya, 2019) es una novela de un género que podríamos
llamar ensayo ficción (algo parecido a lo que hace Sergio del Molino) en la que
la identidad del narrador (un conglomerado literario cuyo centro es Álex Chico
hombre) se escinde en un cuerpo partido en el que conviven y concretan una
parte de él y una fabulación sobre el yo genético desconocido de su abuelo que,
simultáneamente, es una reflexión sobre el mismo proceso de escritura:
“Cuando
confundo experiencias propias y experiencias ajenas, cuando pienso que me ha sucedido
a mí algo que no me ha sucedido, vuelvo a pensar que todo libro es una segunda
parte. Toda escritura lo es en cierta forma. Primero vivimos un suceso, o nos
lo explican, y luego lo transformamos en lenguaje. Mucho tiempo después. La
memoria lo falsifica pasados los años. Ahí se genera un error que nos hace
pensar que todo sucede por primera vez.”
CHICO,
Álex (2019). Los cuerpos partidos.
Barcelona: Candaya, Candaya Narrativa
61, pág. 193
Memoria,
amor y lenguaje abonan el espacio partido del cuerpo. La herencia, el legado,
es genealogía con la grandeza de Javier Pérez Andújar o Paco Candel: la nobleza
de la mezcla, de la ubicuidad de la raíz y el desarraigo. Lo “charnego” como frontera vital del estar
siendo en otra parte. La fotografía de Nicolás-Manuel Chico Palma de la
portada, con ese pantalón tendido que es la inversión del pantalón puesto del
protagonista (como la realidad y su negativo fotográfico) es toda una
declaración. El mismo pantalón al sol lo
es: ese “pluralia tantum” de “pantalones”,
con toda su carga simbólica, con sus dos perneras simultáneas y simétricas para
un solo cuerpo partido, que está y no está donde está. Esa “Null island” de la
ubicación del alma que necesita saber de algún lugar, nostalgia, amnesia y
esperanza en un punto cero transportable e íntimo. El abuelo del narrador posa
dinámico, con dos manos sobre la cuerda volatinera, en Bousbecque (Bélgica).
Pero se exhibe inconsciente en una frontera que está en Cúllar Vega (Granada), París, Barcelona o Plasencia. La deslocalización
como la ubicación más certera de la itinerancia de ser ser fronterizo.
Es una reflexión narrativa sobre el
desarraigo y los trasplantes, sobre el destierro económico y los transtierros sociales. Un itinerario mental que dosifica en tres partes
de extensión desigual para conseguir llegar a un destino que comparte con el
lector: “La larga marcha” (cincuenta y cuatro capítulos breves); “Camino de
vuelta” (treinta y dos capítulos); y “Diario de viaje” (con dos anotaciones con
título: “Camino de Bousbecque” y “Vuelta a Belicena” –el narrador tiene que
pisar esos territorios nómadas, tiene que calzarse las huellas del padre de su
padre-).
“La historia de mi abuelo es la mía. Lo es
porque refleja perfectamente mi relación con los lugares, mi forma de juzgarlos
y aferrarme a ellos. […] Tenía que
remontarme a una historia que había escuchado en miles de ocasiones aunque mi
padre me la explicara una sola vez”
(Pág.
238)
La figura simbólica del abuelo desconocido al
que conoce en la escritura. El abuelo como mito y hombre, como personaje desde
la restauración literaria de la persona. Que sale de la vega granadina para
buscarse en la frontera franco-belga en 1963 (y que se detiene en París hasta
el 1967 antes de llegar) y que vuelve al origen desde el campo base de
Barcelona, en una agonía de regreso, en 1978 (muerte en tránsito, en la
frontera del llegar, en el movimiento del volver). La abuela desmemoriada, en
una residencia y en una ausencia presente, no le da datos al
narrador-investigador: le ofrece un testimonio vital esencial para la
reconstrucción emocional del pasado. El almendro centenario como referencia
biográfica de José Luis Ruiz en su Montjuïc mutante hace de correlato objetivo
del rizoma que puede ser también la emigración. Oralidad domada para hacerla
novela. Ser en el abuelo que habita en el narrador que lo persigue a
contratiempo.
El capítulo
L de la primera parte es un meridiano en la novela por el que pasan todas las
conexiones del argumento. Y el relato tiene muchos cables que alimentan y
balizan la reflexión autobiográfica a redrotiempo. Referencias como notas a pie
de página que contextualizan y enriquecen la aventura de narrar (una verdadera
realidad aumentada sin algoritmos, un paisaje de fondo sobre el que proyectar
los desplazamientos y las deslocalizaciones del vivir escindido). Los hitos en
ese camino narrativo abren las ventanas de Richard Sennet, Paco Candel o Javier
Pérez Andújar; abren pensamientos desde Luis Landero, Sergio del Molino,
Herzen, Vicente Valero, Faulkner, Magnus
Enzensberger, Jaime Gil de Biedma, André Gide, Juan José Saer, Emmanuel
Carrère, Lobo Antunes, Juan Goytisolo, Sebastián de Toledo, Conan Doyle, Manuel
Azaña, Chus Gutiérrez, Javier Cercas, Ryszard Kapuscinski, Jacobo Cortines, Ariadna
Pujol, José Emilio Pacheco, Adam
Zagajewski, Pamela (persona y personaje hecho personaje por Carlos Sarrión,
cuidadora de la abuela), Paquita Alcaraz (limpiadora de la Fundació Miró),
Manuel Hervás y José Luis Ruiz (nativos del Montjuïc de las barracas), el
padre, la abuela y los tíos abuelo del narrador… También el NODO y otras
ficciones cinematográficas: Las chicas de la sexta planta, Españolas en París, Surcos, La piel quemada,
los sueños del protagonista coral de Bienvenido
Mr. Marshall, América, América, Vente a
Alemania, Pepe, Un franco, 14 pesetas,
Charlot emigrante, Rocco y sus hermanos… Programas de radio como España para los españoles con su banda sonora de Juanitos
Valderrama o Marifés de Triana o Machines o Glorias Lasso, entre alegrías y
tristezas univitelinas en su placenta de nostalgia. O las fotografías de
Colita.
Ese
reconocerse en el paisaje urbano como árboles y no como bosques que planteaba
Candel queda dibujado así en esta novela. Árboles que, por su singularidad, nos
llevan a otros árboles. El globo terráqueo que ilumina la infancia en la
Verneda del narrador nos ha iluminado a muchos los sueños. El almendro de los
barrancos del Montjuïc pre y post olímpico se erige en monumento de la raíz y
de su fruto el desarraigo. Esos objetos heredados (ese libro de Antonio López
Torres, esos “souvenirs” exhibidos en las vitrinas de los comedores) que
pasan a ser presencia en diferido del
seguir siendo.
Narrar la
vida pasada hace fluir una intriga sin “spoilers”.
Quien lo cuenta en el presente del lector dosifica la aventura y nos lleva de
la mano de sus palabras a recorrer caminos ya transitados como sendas vírgenes.
En esa paradoja late el arte engendrador de resurrecciones. En sus palabras habita la incomunicación de
los infinitivos, el registro híbrido de palabras de allí transformadas en
palabras de un allí enriquecido por el aquí del retrovisor, en un charneguismo
revelador y trasladable a cualquier situación lingüística de frontera entre
autóctonos y forasteros.
Max Aub
(que se consideraba un turista al revés
porque venía desde México tras tres décadas de exilio para ver lo que ya
no existía) llegó a España en 1969 sin volver. El abuelo de Álex Chico ha
vuelto porque nunca se fue ni de su rincón de Granada, ni de sus lugares de
paso en París o Bousbecque, ni de su hogar de la avenida de Madrid de
Barcelona. Es más: volvió a irse cuando su nieto fue a su destierro en julio de
2016 para volver a volver. Los españoles de los tiempos grises del abuelo del
narrador no hacían turismo, lo acogían. La película El turismo es un gran invento lo ilustra muy bien (como producción
de la “Operación patria” con jota como “happy
end” –que “Spain is different”-). La España del abuelo del narrador era la de
Ángel María de Lera: la de Los olvidados
(1957), la de Los clarines del miedo (1958), la de Hemos perdido el sol (1963) o la de Con la maleta al hombro (notas para una excursión por Alemania,
1965). Cuerpos partido en un país fraccionado y franquiciado, alimentado de
divisas y del quiero y no puedo de una larga posguerra que subvencionó tanta miseria que daba
para exportar.
Manuel-Nicolás
Chico Palma (Cúllar Vega, 1887- frontera adentro de Granada, 1978): noventa y
un años de emigración rescatados y hechos testimonio social por la parte de él
que sigue viviendo en su nieto, Álex Chico, persona y personaje en el espejo
del arte de narrar. La llave de su casa en Sefarad sigue abriendo la puerta: es
Los cuerpos partidos.
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