Farolillos
de verbena. Gallardetes y banderolas que la química tiñe de una alegría difusa,
que opera en la espera, invisible. Globos de una fiesta forzada con invitados
organizados y estancos: cada uno se deja volar, despierto o soñando, por su
manojo personalizado.
Doble
corazón: el que late en el pecho y el director de orquesta que acompasa, como
un guardia en un cruce, los cauces hacia el estuario de venas. En la alcándara,
canta la vida como metralla sorda, entre el dulce azacaneo blanco de las
sacerdotisas que ajustan dosis y angustias.
El mundo
acecha desde su contaminación. El cuerpo se protege con escuadrones
anárquicamente disciplinados en sus atanores. Inmunizadores, los glóbulos
blancos, los linfocitos, los leucocitos, son escudos en la linfa. Los ganglios,
obesos de revolución, han de deshincharse al ritmo que de desinflan, líquidos,
los pétalos químicos de la piñata.
Libaciones
de rituximab, ciclofosfamida, hidroxidaunorrubicida, oncovin, prednisona…
Trasfundir para devolverle a la sangre su misión interior: tóxicos contra el
óxido que no se ve. Desde fuera, besos, abrazos y caricias: oxitocina para
poner sitio también a adenomas de resistencia numantina sin martirio ni
heroísmo (sí con la insania descontrolada del terrorismo celular); serotonina y
dopamina para inseminar felicidad en la caña medular de los huesos; endorfina
para anestesiar la ideas que tienden a enturbiar la razón de querer seguir
siendo.
Ese árbol
de la vida, cuyos frutos no son nada apetecibles a la vista, tiene unas raíces de árbol de la ciencia del
bien y del mal. En sus ramas anida la savia destilada en laboratorios que, en
armonía de contrarios, mata la muerte y revitaliza la vida.
Una mujer
se impone a su némesis, arborizada, en la fiesta telúrica que siempre y en
todas partes ha de ser querer vivir.
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