martes, 23 de abril de 2019

El árbol de la vida



 
Voluntad y representación: personas que siembran horizontes para las personas




Farolillos de verbena. Gallardetes y banderolas que la química tiñe de una alegría difusa, que opera en la espera, invisible. Globos de una fiesta forzada con invitados organizados y estancos: cada uno se deja volar, despierto o soñando, por su manojo personalizado.
Doble corazón: el que late en el pecho y el director de orquesta que acompasa, como un guardia en un cruce, los cauces hacia el estuario de venas. En la alcándara, canta la vida como metralla sorda, entre el dulce azacaneo blanco de las sacerdotisas que ajustan dosis y angustias.
El mundo acecha desde su contaminación. El cuerpo se protege con escuadrones anárquicamente disciplinados en sus atanores. Inmunizadores, los glóbulos blancos, los linfocitos, los leucocitos, son escudos en la linfa. Los ganglios, obesos de revolución, han de deshincharse al ritmo que de desinflan, líquidos, los pétalos químicos de la piñata.
Libaciones de rituximab, ciclofosfamida, hidroxidaunorrubicida, oncovin, prednisona… Trasfundir para devolverle a la sangre su misión interior: tóxicos contra el óxido que no se ve. Desde fuera, besos, abrazos y caricias: oxitocina para poner sitio también a adenomas de resistencia numantina sin martirio ni heroísmo (sí con la insania descontrolada del terrorismo celular); serotonina y dopamina para inseminar felicidad en la caña medular de los huesos; endorfina para anestesiar la ideas que tienden a enturbiar la razón de querer seguir siendo.
Ese árbol de la vida, cuyos frutos no son nada apetecibles a la vista,  tiene unas raíces de árbol de la ciencia del bien y del mal. En sus ramas anida la savia destilada en laboratorios que, en armonía de contrarios, mata la muerte y revitaliza la vida.
Una mujer se impone a su némesis, arborizada, en la fiesta telúrica que siempre y en todas partes ha de ser querer vivir.



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