“El mundo va a
llegar a su fin. […] La técnica nos habrá americanizado a tal punto, el
progreso habrá atrofiado en nosotros tan bien toda la parte espiritual, que
nada podrá ser comparado a sus magníficos resultados”
Charles Baudelaire
En los
mundos soñados de Gandhi, una arcadia vertebrada desde la moral benefactora
como axioma de progreso, el inglés podría ser la lengua franca que, sin
diglosia, comunicara al mundo entero consciente de navegar hacia el futuro en
un mismo barco humano. Pero la vigilia gandhiana fluía por contrapelo.
En los
mundos teorizados de Rosseau, polímata suizo (una especie de cubo de Erno Rubik
ilustrado), las personas nacen libres y son buenas por naturaleza. Pero la voluntad
general, alienada por un contrato social torticero y paternalista (disfrazado
de espíritu crítico y talento, convenientemente explotado y agasajado por la
dulce sirena de los píxeles) es la voluntad del poder, un uncirse individual al
yugo global.
En el
mundo humano hay más de siete mil lenguas que concretan el lenguaje como
capacidad de comunicación. Siete mil comunidades que empezaron a aprender a
hablar del alrededor con el sonido materno filtrado por la carne, tejido con el
bajo continuo del corazón. Siete mil memorias y verbalizaciones de sueños, de
traducciones de su realidad. El papagayo de Humboldt será mañana un silencio
binario ignorado. Y Babel una lectura intencionada del monopolio
económico-cultural (en ese orden y entendiendo “cultura” como negocio). ¡Siete
mil códigos (la mitad amenazados, solo unos pocos con cuerpo presente de
futuro): qué despilfarro de talento, qué diáspora de la unidad; qué descontrol!
Todo será mucho más eficiente cuando los 7.678.174.656 habitantes de la Tierra
solo tengamos dos lenguas: el inglés, como el sustituto global de la lengua
natural, y el algoritmo como traductor virtual del inglés. Un idioma artificial
como el esperanto o el volapük son ya impensables, vencido el espíritu
decimonónico que les insufló razón de ser y vida (como al Gólem): solo queda la
matemática del pensamiento computacional cuyas instrucciones humanas
necesariamente han de ser en inglés. (Imaginemos una escena análoga a la de HAL
9000 cantando “Daisy Bell”, pero en la nave espacial de este mundo intentando
entendernos con la máquina en la que lo hemos convertido, en una distopía muy
cercana a este presente).
Pero como
el mundo sigue siendo ancho y ajeno, por mucha globalidad y cercanía virtual
que nos vendan, por mucho “low cost”
aéreo gentrificador de la vida ordinaria, por muy ordinario que sea el poder
estar ya en todas partes en todo momento, el “hic et nunc” es lo que nos
hace humanos. Cuando alguien, Unamuno (o quien fuese –que todo acaba tomando
formato de cápsula o consigna o eslogan para, epigrama de todas las pantallas,
ser moneda devaluada del pensamiento-) dijo algo así como que el fascismo se
cura leyendo y el racismo se cura viajando, estaba en otra dimensión del
universo. Leer y viajar en los tiempos de Unamuno era una actividad cultural
ensanchadora de horizontes. En un tiempo de adolescencias perennes y
tecnologías protésicas (que no proteicas), de ludificación de todo gesto, el
lector y el viajero que educamos tienden a leer sin leer y a viajar sin ver. El
gozo ya no está en la víspera, sino en la agonía alegre del consumo, de un
mundo que hemos transformado en un parque temático.
Saber
inglés en la España de Franco era una liberación. El inglés de nuestros días es
la muestra más evidente de la sutilidad de una colonización incruenta, de una
violencia con sordina hecha necesidad de progreso, indiscutible. El latín se
impuso por las armas, por la fuerza de la conquista. El castellano aniquiló el
guaraní, el quechua, el aimara, el náhualt, los dialectos del maya, el
mapudungun, el mapuche… La conquista del Oeste arrebató a los nativos
americanos su cultura. La lengua muskogi de seminolas y apalaches, la lengua
iroquesa de los cherokis, la legua de los sioux es fagocitada por el inglés de
chicle que fundará las barras y estrellas de unos estados unidos con vocación
adolescente de conquistar el mundo entero. Nada podemos hacer ahora por esas
pérdidas más que proteger lo que queda. Pero este presente es nuestro y debemos
ser dueños de un destino que es ya pletóricamente humano. Y dejar que una
lengua muera hoy es un genocidio cultural. La utilidad de una lengua franca,
con su usura, no debe priorizar la conveniencia a la convivencia. Vivir con, no
invadir la vida con argumentos espurios.
46.167.128
habitantes de la Península ibérica tienen como lengua oficial el castellano.
Enriquecen su pensar desde las lenguas maternas de su cultura (catalán,
gallego, euskera) y lo matizan desde las variantes dialectales de su cotidianeidad
más fértil. Ser la segunda lengua materna por el número de hablantes en el
mundo (477 millones, tras el chino mandarín) o tener una población de
hispanohablantes de 577 millones (un 7,8 %) es consecuencia de una historia que
podría haber sido otra. Un 40% de los españoles puede entenderse en inglés:
somos un 60% los que ni hablamos, ni escribimos, ni leemos en inglés, a pesar
de toda la presión y “desprestigio cultural” que eso supone. De los cuarenta y
seis millones de españoles, casi veinte millones son potencialmente bilingües
(2.750.000 gallegos, 2.250.000 euskeras, 13.700.000
catalano-valenciano-baleares). El Cierto que el inglés servil y agasajador del
motor económico del turismo de los sesenta y setenta queda lejos, pero quien
estudia inglés, en general, lo hace más para comer en el McDonald’s de
cualquier ciudad del mundo que para leer a Shakespeare o Eliot en versión
original. En relación a otros países, los españoles parece que llevamos nuestra
boina más calada, que ofrecemos mayor resistencia al tuneo de modernidad ecuménica
que dice acreditar el inglés. La industria del cine traducido, el aislamiento
de la dictadura franquista y una cierta predisposición negativa natural e
histórica (el clima y los hábitos autóctonos tiran mucho) nos han traído hasta
esta encrucijada y frontera hacia un futuro, dicen, prometedor, lleno
posibilidades en la mutación de raíces en alas, de tierra en esporas voladoras.
Frente a la cerril cerrazón, la apertura impúdica de la nueva industria de
series que fomentan la bulimia pantallal: el “binge watching”, con la coartada de empacharse en inglés, salva el
vicio de lo que está negando. Pasear, tranquilamente, por un monte o una costa
que habla en el idioma más internacional. Porque para hablar de lo inefable, de
lo sublime, de los sentimientos, nuestra lengua materna es insuficiente: ¿no lo
ha de ser una lengua impostada? En las redes sociales los que critican que en
un hilo haya respuestas en catalán, en gallego o en euskera son los mismo que
encuentran bien y muy “cool” que se
hagan en inglés. Eso sí que es miopía cultural inducida. Estudiamos un inglés
para el consumo estándar que alimente una economía bulímica e insaciable.
El
poliglotismo es una gran virtud en un mundo altruista que quiere seguir siendo
humano. Sin ánimo apocalíptico, parece que vamos hacia una hibridación, hacia
lo biónico: las mujeres y hombres de pasado mañana, para seguir siendo, van a
necesitar someterse a una ciborguización para poder ser al ritmo que se les
obliga: organismos cibernéticos que deben hacer compatibles sus pasiones
humanas con la intrusión binaria que mejore su condición. Y ese es un negocio
en inglés. No por el bien de la humanidad. Por el bien de una determinada
economía oligopólica que parece no plantearse conflictos morales al abonar
ludopatías de la diversión y cultivar yonquis de la tecnología.
Hay
dictadura militares que secuestran a sus ciudadanos a buscar el aire de otras
culturas para poder respirar. Y hay dictaduras económicas que con una mano
ahogan y con la otra te venden la libertad de la opresión. La peor colonización
es la que seduce en su trampa y hace necesidad de la contingencia, que es el
negocio líquido de lo intangible de tan material. Dios murió con Nietzsche y su
idea se ha encarnado, como God, en la
placa base que rige, desde la nube preñada de “big data”, los deseos de “happiness”
que mueven a las personas en este universo que estamos construyendo de espaldas
al humanismo que nos hace humanos.
Baudelaire,
en el siglo XIX, víctima de sus propios vicios, rehén de la precariedad
material y espiritual de su tiempo, tiene la visión del futuro que es nuestro
presente. Evidentemente vivimos mejor que lo hizo Baudelaire, pero podríamos
vivir mejor. Walter Benjamin, algo después, concretó la crisis del cambio de siglo
XIX al XX en su ensayo La obra de arte en
la época de su reproductibilidad técnica. El simbolismo bodeleriano, el
refugio en sus paraísos artificiales encuentra en Benjamin el relevo exegético
de la modernidad, ese gran texto siempre reescribiéndose. El aura artística del
siglo XXI habita, pixelada en inglés, la rebotica sin fondo de las pantallas.
La americanización, esto es, el capitalismo, ha conquistado ya sus últimos
objetivos civiles, ha comprado la última aristocracia espiritual, ha
corrompido, desde dentro, la democracia y ha convertido a todos los habitantes
del mundo en una sola clase social en potencia: la de los consumidores que
sueñan, como Gandhi, con un planeta de ciudadanos del mundo que viven en igualdad,
fraternidad y libertad, pero que alimentan inercias en la comodidad de su
vigilia que pervierten el sueño y lo hacen una realidad de pesadilla.
¿Nos queda
la palabra, Blas de Otero?
“The rest is silence”, dice el príncipe
Hamlet el instante antes de morir. El bullicio del ruido pide plenitud de “words”, liberadas de tanto cacareo
mediático.
Gran reflexión sobre las mentiras de las virtudes del inglés y su dictadura.
ResponderEliminarAlgún día alguien deberá mostrar que el Emperador va desnudo y que nuestras necesidades o complejos con el inglés pertenecen a una generación que ya pasó ya que nuestros hijos no tienen nuestros problemas. Pueden seguir el inglés sin problemas porque la tecnología les permite seguir al youtuber australiano o senegalés con toda normalidad. La industria lo sabe pero como padres nos hace creer que el inglés es necesario cuando ya ha sido incorporado por nuevas generaciones que nada tienen que ver -porque el mundo es cambiante- con los comerciales de "stages" a Irlanda, cursos de inglés con nativos que no han estudiado filología, certificados de buen conocimiento del idioma que caducan al cabo de unos años...
En fin, ya no somos de este mundo...
ResponderEliminarY sin duda, el enemigo del castellano no será jamás ni el euskera, catalán, gallego o asturiano sinó el papanatismo del inglés.