Visión semicenital de la Virgen de los Dolores en su iglesia de san José, antes de salir en procesión en Viernes de Dolores. Fotografía de Gabriel Muñiz. |
A
Gabriel Muñiz, por estar y ser, predicativo.
El ojo de
dios, pixelante, atento a los pasos del receptáculo de su verbo casi hecho ya
sangre.
Los
portadores a hombros de la imagen, ajenos al peso de la mirada, esperan la
salida del templo para bañarse en devoción popular. Cada uno con su gesto, tras
las bambalinas, ensayando mentalmente la coreografía de ciempiés con la que
procesionarán. Serán un ejército disciplinado del amor divino. Esa madre
enquistó el gesto de dolor cuando un puñal de dulce amargura ocupó el espacio
que en su corazón tenía la carne de su hijo. Ella quedó en dolor: él se hizo
idea y habitó entre nosotros.
La madre
del hijo de dios en el templo dedicado a su esposo, José. Las vigas de las
andas son de la madera de un carpintero. Un oficio en segundo plano, eclipsado
por el oro, la luz de las velas, las rosas y la imaginación hecha mujer de
belleza salzillesca. Sin madera y sin ebanista no hay soporte para tanta
hermosura triste.
Como las
columnas humanas que portan un ataúd, estos costaleros del hombro dan vida a la
muerte para lucir el “memento mori”
por unas calles pletóricas de corazones y mar. Es Viernes de Dolores: de un
dolor conocido y renovado cada año. El Domingo de Ramos, sobre su burra, su
hijo renacido entrará en loor de multitudes a ritmo de olivo y laurel. En el
huerto de los olivos, precisamente, será detenido por la usura de Judas
Iscariote. Antes, previsor, había celebrado la eucaristía y el pan y el vino ya
no serían nunca más lo mismo, transubstanciados. El Viernes Santo crucificamos
a su hijo después de un vía crucis que viene a ser la peregrinación dolorosa
por las estaciones de vivir. El Domingo de Resurrección, una semana después de
su entrada en Jerusalén, Jesús vuelve a la placenta de la idea que lo inseminó.
La luz de
Jesús arde en el pabilo de su padre, José, y la cera de su madre, María. Hombre
y mujer, como mujeres y hombres son los que hacen lucir la imagen entre varales
de aire y el palio de la noche aguileña. Devoción hecha carne que pasea por sus
calles a su matrona que sabe, versión cristiana de Prometeo, que cada año por
estas fechas ha de padecer este calvario de la pasión de su hijo.
En la vida hay que enseñar a todas las personas a ser bondadosas con el prójimo, y que para rezar deben levantar el corazón con mucho amor hacia Dios.
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