Naturaleza urbana. Tímpano del Monestir de Sant Cugat con rastros de una epifanía besada en exceso por el tiempo. Sobre el parteluz, ausencia de imagen, palimpesto de místicas y erosiones
“Beatitud y quietud, donde el goce y el dolor se hermanan, porque todas la cosas al definir su belleza se despojan de la idea del Tiempo”
Valle-Inclán, “El anillo de Giges”, La lámpara maravillosa.
El Hombre está perdiendo sus atributos. Las personas son extensiones de los artefactos. Centrifugados en el torbellino que hemos alimentado buscamos el noray en el que amarrarnos para poder pensarnos y aprender a vivir, desacelerados, en el vórtice de la existencia. En el abismo de Pascal solo somos cañas que piensan. En la incertidumbre, la ruta de la costumbre para caminar hacia lo nuevo. La aporía de la razón necesita notas a pie de página que conduzcan a la emoción (sin sentimentalismo ni recetas sentimentaloides del “coach” mediático “indie”). Emoción lírica, cultivada, racional casi, diría.
Caminar es también un hogar. Lo inefable, amebeo, toma formas en el meditar errante, preñado de resonancias. La narrativa lírica de los pasos es geografía del pensar. Como la bola metálica de la máquina de “pinball”, tan “vintage”, la idea matriz choca y hace sonar y lucir, medio por azar, otras ideas que ya estaban y con las que crea coreografías y constelaciones de pensamiento. Veloces, las ideas, van sedimentando con la morosidad de los pasos. La autopista en vuelo del fluir de las neuronas debe acompasarse con el ralentí humano de la huella, combinarse con el pausado ritmo del andar. Pensar pedestre. Paseo moral al margen de las estadísticas. Paso prosaico para un pensamiento poético.
Presente en mi ausencia, me dejo ir para poder llegar. Este es mi tiempo. Encajar para fluir en él es el reto. En la educación de la duración está, creo, mi misión, mientras el alrededor gira diluyéndonos en este todo tan nada.
Ser de tu tiempo,
en la aceleración
cía muy lento
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