A Pilar Navarro Aragoneses, en la perspectiva de la falta de perspectiva
“El Arte es bello porque suma en las formas actuales evocaciones antiguas, y sacude la cadena de siglos, haciendo palpitar ritmos eternos, de amor y de armonía”
Valle-Inclán. “El milagro musical”, La lámpara maravillosa
Algunos ya habréis identificado estas entradas con el haibun, ese género que combina prosa y haiku que inventara Matsuo Basho en el siglo XVII (su Angosto camino al interior –más conocido como Sendas de Oku- sería el modelo primigenio). El proceso lo podéis inducir: un trayecto en el que lo exterior y el pensamiento se van trenzando en osmosis, van dialogando hasta destilar esa miniatura lírica de diecisiete latidos de voz.
Las campanas del monasterio tocan a muerto, casi fundiendo el uvular de su sonido con el horario de la diez y media. Dringar de tres tiempos y notas que buscan la duración a contratiempo, a contraespera, en el extremo opuesto del llamar a rebato. Suena el primer toque solo. Dos seguidos alivian el silencio, que vuelve a ser denso y expectante para la vuelta del solo de badajo. Creía que eran dos notas: me ha gustado más esta trinidad desasosegante, azorante. La bella tristeza sonora absorbe el ruido del alrededor. Entre los toques, una persona puede caminar como un diapasón lento entre las campanas para componer esa sinfonía de la simplicidad trascendente. La melodía me ha llevado al claustro.
La novedad tiene un foco que retroilumina. Encandila mientras eclipsa lo que se mira de frente, orlado del oro del porvenir que está llegando. En el cruce pierde luz si no son los ojos que miran los que enfocan al ver. La imaginación se excita de posibilidad. Seguir sin volver la vista o seguir mirando al frente son opciones vinculantes. Siguen tocando a difunto las campanas para celebrar la vida de los que las pueden escuchar. Cambiar de dirección o caminar en el sentido que ignora la tentación de lo efímero es una actitud vital.
Dentro del claustro es necesario caminar hacia el este para que el sol ilumine la psicomaquia. Aves fálicas liban labios en los que sonríe, vertical, la granada o la uva que se exhibe, clitórica, entre parras o acantos libidinosos. Ciento cuarenta y cinco árboles de piedra dan sombra a quien se deja arrullar por el agua de la fuente central del impluvium místico, del ágora y tonsura de la divinidad. Un bosque de basas, fustes y capiteles, cuadrangular, dirige mis pasos hoy. Cada árbol, una historia (corintia, novelada, alegórica, simbólica, doméstica o moral). El paseo, una narración sobre cada parada de los pasos. Al mediodía, el relato bíblico esculpe palabra sobre la piedra. En un jardín interior, se abre lo más íntimo del yo. Procesión en la cuadratura del círculo. Apocalipsis celestial, aislado de lo mundanamente pragmático. Paraíso enclaustrado: el surtidor centra un alrededor porticado, los márgenes de tránsito circular, con su vaivén vertical que fertiliza cielo y suelo. Agua que conecta, dando y recibiendo, lo que entra y lo que sale en el aire medio. Éufrates, Tigris, Pisón y Gion, desde cada galería, convergen en el centro de agua para competir en vocación de cielo con los cipreses.
La musa de la elocuencia, Calíope, me ha cedido la voz de Orfeo para poder competir con las nereidas, que la tradición ha confundido con las sirenas.
Como Baudelaire, busco correspondencias. Un bosque de símbolos ha dado pie hoy a mi paseo. Menos pasos: mayor silencio contemplativo.
Frágil, agreste,
emboscado. Diáfana
esta intemperie
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